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Winky98: No dejes que él gane. No dejes que te convierta en su prisionera.
Ccord: Es demasiado tarde. Soy una prisionera. Porque esta noche me di cuenta de algo terrible.
Winky98: ¿De qué?
Ccord: El mal no muere. Nunca muere. Sólo adopta nuevos rostros, nuevos nombres. Sólo porque fuimos tocadas una vez por él no quiere decir que seamos inmunes a una nueva herida. Un rayo puede caer dos veces en el mismo lugar.
Nadie escribió. Nadie respondía.
«No importa cuan cuidadosas que seamos, el mal sabe dónde vivimos -pensó-. Sabe cómo encontrarnos».
Una gota de sudor bajó por su espalda.
«Y puedo sentirlo ahora. Acercándose».
Nina Peyton no sale, no ve a nadie. No ha ido a su trabajo en semanas. Hoy llamé a su oficina en Brookline, donde trabaja como gerente de ventas, y su compañera me dijo que no sabía cuándo volvería. Es como una bestia herida, arrinconada en su guarida, demasiado aterrorizada como para dar un paso en la noche. Sabe lo que la noche le tiene preparado, porque ha sido tocada por el mal, y ahora incluso puede sentirlo filtrándose por las paredes de su casa como vapor. Las cortinas están bien corridas, pero la tela es delgada, y puedo verla moviéndose en el interior. Su silueta está comprimida, los brazos cruzados sobre el pecho, como si su cuerpo quisiera replegarse sobre sí mismo. Sus movimientos son bruscos y mecánicos mientras se pasea de un lado al otro.
Ahora controla los cerrojos de las puertas, las perillas de las ventanas, con la ilusión de dejar fuera la oscuridad.
Debe de estar sofocante dentro de esa casita. La noche es como un vapor, y allí no se ven aparatos de aire acondicionado en ninguna ventana. Ha permanecido dentro toda la tarde, con las ventanas cerradas a pesar del calor. La imagino brillante de sudor, después de sufrir el calor durante todo el día para internarse en el calor de la noche, desesperada por dejar entrar aire fresco, pero temerosa de que lo que entre sea otra cosa.
Pasa una vez más por la ventana. Se detiene. Ahora se inclina, enmarcada por un rectángulo de luz. De repente las cortinas se abren y ella extiende el brazo para destrabar la ventana. La abre. Parada allí, toma hambrientas bocanadas de aire fresco. Finalmente se ha rendido al calor.
No hay nada tan excitante para un cazador como el olor de la presa herida. Casi puedo olerlo flotando hacia mí, el aroma de la bestia ensangrentada, de la carne profanada.
Así como ella aspira el aire nocturno, yo también aspiro su olor. Su miedo.
Mi corazón late más rápido. Meto la mano en mi bolso para acariciar los instrumentos. Incluso el acero es cálido a mi tacto.
Ella cierra la ventana con fuerza. Unas pocas bocanadas de aire fueron todo lo que se permitió, y ahora vuelve a la miseria de su sofocante casita.
Tras unos momentos, acepto la desilusión y me alejo, dejándola transpirar toda la noche en ese horno.
Mañana, dicen, hará más calor.