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– ¿Estos números? -dijo Rizzoli, recorriendo con la vista las largas series de códigos en la página.

– Correcto. Cada código describe las diversas características del cabello, desde el color y la curvatura hasta los rasgos microscópicos. Este cabello en particular es un A01, rubio oscuro. Su rizado es B01. Curvo, con un diámetro de curvatura de menos de ochenta. Casi, pero no del todo, lacio. El largo es de seis centímetros. Por desgracia, este cabello está en su fase telógena, así que no hay tejido epitelial adherido.

– Es decir que no hay ADN.

– Así es. La fase telógena es la instancia terminal del crecimiento de la raíz. Este cabello se cayó en forma natural, como parte de un proceso de renovación. En otras palabras, no fue arrancado. Si hubiera células epiteliales en la raíz, podríamos utilizar sus núcleos para un análisis de ADN. Pero este cabello no posee tales células.

Rizzoli y Moore intercambiaron miradas de desencanto.

– Pero -añadió Erin-, tenemos otra cosa que no está nada mal. No tan buena como el ADN, pero algo que podría utilizarse en la corte una vez que atrapen al sospechoso. Es una lástima que no tengamos pelos del caso Sterling para comparar. -Enfocó las lentes del microscopio, y luego se apartó-. Echen una mirada.

Como era un microscopio para enseñanza poseía doble visor, de modo que Rizzoli y Moore pudieron examinar el cabello simultáneamente. Lo que vio Moore, escrutando a través de la lente, fue un único cabello alterado por diminutos nodulos.

– ¿Qué son esos abultamientos? -dijo Rizzoli-. Eso no es normal.

– No sólo es anormal, es poco usual -dijo Erin-. Es una condición llamada Trichorrhexis invaginata, mejor conocida como «pelo bambú». Pueden ver de dónde saca su apodo. Esos diminutos nódulos lo hacen verse como una caña de bambú, ¿no es verdad?

– ¿Qué son los nódulos? -preguntó Moore.

– Son defectos focales en la fibra del pelo. Tramos débiles que permiten que el tronco del cabello se repliegue sobre sí mismo, formando una suerte de vaina. Esos abultamientos son los tramos débiles, en donde el tronco se replegó, formando el bulto.

– ¿Cómo se produce esto?

– Puede desarrollarse ocasionalmente a causa de un abuso de procesos capilares. Tintura, permanente, ese tipo de cosas. Pero como estamos lidiando casi seguramente con un varón, y como no hay evidencia de oxigenado artificial, me inclino a pensar que no se trata de procesos capilares, sino de alguna clase de anormalidad genética.

– ¿Como cuál?

– Síndrome de Netherton, por ejemplo. Es una condición autosómica recesiva que afecta el desarrollo de la queratina. La queratina es una proteína dura y fibrosa que se encuentra en pelos y uñas. También en la capa superficial de nuestra piel.

– Si hay un defecto genético y la queratina no se desarrolla normalmente, ¿entonces el pelo se debilita?

Erin asintió.

– Y no es sólo el pelo lo que puede verse afectado. La gente con síndrome de Netherton puede tener también desórdenes dermatológicos. Sarpullidos y descamación.

– ¿Vamos en busca de un asesino con un caso grave de caspa? -dijo Rizzoli.

– Puede ser incluso más obvio que eso. Algunos de estos pacientes padecen una forma severa conocida como ictiosis. Su piel puede secarse tanto que se ve como la piel de un cocodrilo.

Rizzoli se rió.

– ¡Entonces estamos buscando al hombre reptil! Eso debería limitar nuestra pesquisa.

– No necesariamente. Es verano.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– El calor y la humedad mejoran la sequedad de la piel. Puede verse enteramente normal en esta época del año.

«Ambas víctimas fueron asesinadas en verano», pensó.

– En tanto este calor se mantenga -dijo Erin-, probablemente pase inadvertido como cualquier otro.

– Recién estamos en julio -dijo Rizzoli.

Moore asintió.

– Su temporada de caza acaba de comenzar.

El paciente desconocido ahora tenía un nombre. Las enfermeras de emergencias habían encontrado una tarjeta de identificación en su llavero. Era Hermán Gwadowski, y tenía sesenta y nueve años de edad.

Catherine se encontraba en el cubículo de terapia, controlando sistemáticamente los monitores y equipos desplegados en torno a su cama. El osciloscopio marcaba un ritmo normal de electrocardiograma. Las ondas arteriales se movían en un margen de ciento diez sobre setenta, y las lecturas de su presión sanguínea subían y bajaban como olitas en un mar picado. A juzgar por las cifras, la operación del señor Gwadowski había sido todo un éxito.

Pero no despertaba, ni siquiera cuando Catherine apuntó con su linterna médica a la pupila izquierda, y luego a la derecha. A ocho horas de la cirugía, permanecía en coma profundo.

Catherine se incorporó y observó que el pecho subía y bajaba siguiendo el ciclo del respirador. Había evitado que se desangrara hasta morir. ¿Pero qué había salvado en realidad? Un cuerpo cuyo corazón latía, pero sin un cerebro que funcionara.

Oyó unos golpes en el vidrio. Desde la ventana del cubículo vio que la saludaba su colega de cirugía, el doctor Peter Falco, con una expresión preocupada en su cara por lo general alegre.

Algunos cirujanos son conocidos por descargar sus accesos de cólera en el quirófano. Algunos se deslizan con arrogancia en su uniforme quirúrgico y se calzan los guantes como si se tratara de un atavío real. Algunos son fríos y eficaces técnicos para quienes los pacientes representan un manojo de partes mecánicas que necesitan reparación.

Y luego estaba Peter. Gracioso, extrovertido, capaz de cantar a todo pulmón canciones de Elvis en el quirófano o de organizar concursos de aviones de papel en su oficina; también estaba dispuesto a tirarse al piso a jugar con sus pacientes de pediatría. Estaba acostumbrada a ver siempre una sonrisa en la cara de Peter. Cuando lo vio serio en la ventana, salió de inmediato del cubículo de su paciente.

– ¿Todo en orden? -preguntó.

– Terminando la ronda.

Peter echó un vistazo a los tubos y las máquinas que rodeaban la cama del señor Gwadowski.

– Me dijeron que fue un gran rescate. Una hemorragia de doce unidades.

– No sé si llamarlo rescate. -La mirada de Catherine volvió a su paciente-. Todo funciona menos la materia gris.

Se quedaron callados por un momento, ambos observando el movimiento del pecho del señor Gwadowski.

– Helen me dijo que hoy vinieron a verte dos policías -dijo Peter-. ¿Qué sucede?

– No era nada importante.

– ¿Olvidaste pagar las facturas del estacionamiento?

Ella soltó una risa forzada.



– Exacto, y cuento contigo para pagar la fianza.

Abandonaron la sala de terapia y caminaron hacia el corredor. Peter, con toda su altura, caminaba junto a ella con su plácida forma de andar. Mientras entraban en el ascensor, él le preguntó:

– ¿Estás bien, Catherine?

– ¿Por qué? ¿No me veo bien?

– ¿Honestamente? -Estudió su cara, los ojos azules tan directos que ella se sintió invadida-. Tienes el aspecto de necesitar una copa de vino y una linda comida afuera. ¿Qué tal si vienes conmigo?

– Una invitación tentadora.

– ¿Pero?

– Pero creo que esta noche me quedaré en casa.

Peter se llevó la mano al pecho, como mortalmente herido.

– ¡Una vez más rechazado! ¿Hay alguna frase que funcione contigo?

Ella sonrió.

– Eso te corresponde averiguarlo a ti.

– ¿Qué tal esto? Un pajarito me contó que el sábado es tu cumpleaños. Déjame llevarte en mi avioneta.

– No puedo. Ese día estoy de guardia.

– Puedes cambiarla con Ames. Hablaré con él.

– Oh, Peter. Sabes que no me gusta volar.

– ¿Vas a decirme que tienes fobia a los aviones?

– No soy buena cuando tengo que delegar el control.

Él asintió con un gesto grave.

– Típica personalidad de cirujano.

– Es una linda manera de decir que soy rígida.

– De modo que rechazas mi invitación a volar. ¿No hay forma de hacerte cambial de opinión?

– No lo creo.

Peter suspiró.

– Bien, se me acabaron las frases. Ya agoté todo mi repertorio.

– Lo sé. Comenzabas a reciclarlas.

– Eso dice Helen.

Ella lo miró sorprendida.

– ¿Helen te está dando consejos de cómo invitarme a salir?

– Dice que no puede soportar el patético espectáculo de un hombre golpeando su cabeza contra un muro inexpugnable.

Ambos rieron mientras salían del ascensor y caminaban hacia la oficina. Se trataba de la risa desahogada de dos colegas que sabían que este juego no era para tomarlo en serio. Mantenerlo en ese nivel significaba que no había sentimientos heridos, ni emociones en peligro. Una pequeña coquetería segura los mantenía a ambos alejados de la posibilidad de involucrarse seriamente. Juguetonamente él la invitaba a salir; y del mismo modo ella rechazaba la invitación, y toda la oficina participaba de la broma.

Eran cerca de las cinco y media y el equipo ya había partido por ese día. Peter se metió en su oficina y ella fue al suyo para colgar el uniforme y tomar la cartera. Mientras colgaba el guardapolvos del gancho de la puerta, la asaltó un pensamiento.

Cruzó el pasillo y asomó la cabeza en la oficina de Peter. Estaba revisando planillas, con los anteojos en la mitad del puente de la nariz. A diferencia de su prolija oficina, la de Peter se veía como una central del caos. El cesto estaba lleno de aviones de papel. Los libros y las revistas de cirugía formaban pilas sobre las sillas. Una pared estaba casi invadida por un filodendro fuera de control. Enterrados bajo esa jungla de hojas colgaban los diplomas de Peter: su grado académico en la escuela de ingeniería aeronáutica, y el doctorado en medicina de la Facultad de Medicina de Harvard.

– ¿Peter? Ésta es una pregunta estúpida…

Él la miró por encima de los anteojos.

– Entonces viniste a ver a la persona indicada.

– ¿Has estado en mi oficina?

– ¿Puedo llamar a mi abogado antes de contestarte?

– Vamos. Es en serio.

Peter se irguió y su mirada se volvió más aguda.

– No, no estuve en tu oficina. ¿Por qué?

– No importa. No es gran cosa. -Se dio vuelta para irse y oyó el rechinar de la silla de Peter, que se había levantado. La siguió hasta su oficina.

– ¿Por qué no es gran cosa? -preguntó.

– Estoy algo obsesiva, compulsiva. Eso es todo. Me irrita que las cosas no estén donde tienen que estar.

– ¿Cosas como qué?