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– No digas eso -apretó los brazos a su alrededor-. No tienes que disculparte por nada. Dejaré de estudiar, y de ese modo no tendrás que volver a hacerlo.

Lucía se dio la vuelta y lo miró con ojos llenos de lágrimas.

– Por ti haría cualquier cosa, Víctor. ¿No te das cuenta? Eres todo lo que tengo, lo mejor de mi vida -declaró, mientras tomaba su rostro entre las manos-. Prométeme que no dejarás de estudiar. Prométemelo, Víctor, es importante.

Víctor dudó antes de responder.

– De acuerdo, seguiré estudiando.

– Gracias -sonrió con tristeza-. Sé que siempre cumples tus promesas. A veces me pregunto cómo puedes ser tan honesto con el padre y la madre que has tenido.

Víctor tomó sus manos y dijo:

– Algún día seré yo quien cuide de ti. No tendrás que cubrirte la cara con esos potingues, ni trabajar en nada parecido. Te cuidaré. Te doy mi palabra.

Capítulo 5

– Víctor, cariño, me voy.

Santos apartó la mirada del pequeño televisor en blanco y negro para despedirse de su madre.

– Hasta luego.

– ¿No vas a darme un beso de despedida?

El chico hizo tal gesto de desagrado que su madre rió.

– Ya sé, eres demasiado mayor para hacer algo así.

Lucía caminó hacia él y lo besó en la frente.

– Ya conoces las normas, ¿verdad?

– ¿Cómo no? Las repites todas las noches.

– No seas tan listillo. Repítelas.

– Que ponga la cadena y que no abra a nadie, ni siquiera a Dios.

– Y no salgas de la casa a no ser que se incendie.

– De acuerdo.

– No me mires así, hijo -entrecerró los ojos-. Piensas que mis normas son estúpidas, pero te equivocas. Créeme, en el mundo hay demasiados canallas peligrosos. Y si no caes en sus manos, puedes caer en las manos de la ley. A Merry, la chica del club, le quitaron a su hijo. Descubrieron que lo dejaba solo por las noches y se lo quitaron.

– Sí, claro, pero es drogadicta y su hijo sólo tiene seis años -se levantó-. Te preocupas demasiado, mamá.

– Cuando yo tenía tu edad también creía que lo sabía todo. Nunca imaginé que algún día tendría que trabajar como bailarina en locales de mala muerte para ganarme la vida. Ni siquiera sabía que existieran mujeres así. Es una de las cosas que aprendes en la vida. Cualquier cosa puede arruinar tu existencia. Un accidente, mala suerte, o una mala decisión. Recuérdalo.

Santos sabía que se estaba refiriendo al error que había cometido con su padre. Se quedó embarazada y su familia la desheredó. En cuanto a Willy, la usó siempre como saco de boxeo.

– No te preocupes, mamá, tendré cuidado.

– No podría soportar perderte, hijo -acarició su mejilla.

– No me perderás. Estamos atrapados los dos, juntos.

Lucía sonrió y caminó hacia la puerta.

– Tengo que marcharme. Ya sabes cómo se pone Milton si llego tarde.

Santos asintió y la acompañó a la salida. La observó mientras bajaba las escaleras. Cuando Lucía llegó al rellano, se dio la vuelta y sonrió. Su hijo le devolvió la sonrisa con un nudo en la garganta y cerró la puerta. De repente, sintió la extraña necesidad de bajar corriendo y abrazarla como hacía tiempo que no la abrazaba.

Abrió la puerta con intención de hacerlo, pero se dijo que era demasiado mayor para aferrarse a su madre como si fuera un niño, demasiado para necesitar de su cariño y de su seguridad. La preocupación de Lucía, y su miedo de perderlo, lo habían puesto nervioso. Rió para sus adentros, sintiéndose algo idiota. Se preocupaba tanto por él que cualquier día diría que había monstruos en el armario.

Divertido, echó la cadena y caminó hacia su habitación. Se puso unas zapatillas y se sentó a esperar.

Miró el reloj. Daría diez minutos de tiempo a su madre antes de salir a encontrarse con los amigos. Todas las noches se veía con ellos en el colegio abandonado que había en Esplanade y Burgundy, al norte del barrio francés.

Sin embargo, no podía dejar de pensar en los miedos de su madre. Se preocupaba excesivamente. Lo trataba como a un niño. Hacía un año que veía a sus amigos por las noches, y siempre llegaba a casa antes que su madre. Procuraba mantenerse alejado de la policía y no se metía nunca en problemas. Como había dicho, tenía mucho cuidado.

Diez minutos más tarde salió de la casa. El calor agobiante de Nueva Orleans lo envolvió. Eran las nueve y media de la noche y apenas se podía respirar.

Se llevó la mano a la nuca, empapada de sudor, y pensó que eso era lo malo de los veranos de Nueva Orleans. En otros lugares refrescaba por la noche. Pero en aquella ciudad, no. De mayo a septiembre se convertía en un lugar infernal, y agosto era el peor de los meses. Los turistas siempre se sorprendían. En cuanto a los habitantes de Nueva Orleans, lo encontraban tan insoportable como cualquier visitante. Pero estaban acostumbrados.

No obstante, cuando levantó la vista al cielo y respiró profundamente notó que se había producido un cambio, aunque la temperatura no hubiera bajado.



En el exterior, el ambiente no podía ser más distinto al que se respiraba durante el día. Los oficinistas y trabajadores habían dado paso a la gente de la noche, que se dividía en tres grupos: los que se divertían; las personas como su madre, que deseaban vivir de otro modo; y finalmente, los que vivían siempre al filo por propia elección, porque les gustaba aquella forma de vida.

Al fondo se oía una canción triste. Santos procuraba evitar los lugares por los que pasaba su madre y tenía cuidado de que nadie lo reconociera, porque no quería que le contaran lo que hacía por las noches.

Poco tiempo después, cuando pudo ver el colegio a lo lejos, empezó a andar más despacio. Aquel vecindario era tan conflictivo que resultaba más conveniente tomarse las cosas con tranquilidad. Había policías por todas partes, y siempre sospechaban de cualquier joven que corriera o que sencillamente anduviera demasiado deprisa.

Santos se dirigió hacia la parte trasera del colegio. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía y se introdujo en el recinto entre unos arbustos. Como siempre, una de las ventanas estaba abierta. En cuanto entró, oyó las risas de sus amigos, que ya habían llegado.

Una cerilla se encendió. Sobresaltado, Santos se dio la vuelta. Scout, uno de sus amigos, se encontraba en una esquina.

– ¿Qué haces? Me has asustado.

Scout encendió un cigarrillo.

– Lo siento, hombre. Esta noche llegas tarde.

– Mi madre me retrasó.

– Ah. Bueno, me alegro de que seas tú. Por un momento, pensé que tendríamos problemas.

La mayor parte de los amigos de Santos vivía todo el día en la calle. Eran chicos que habían huido o bien de sus familias o bien de algún reformatorio. Sólo unos pocos, como él mismo, eran jóvenes del barrio. El grupo crecía diariamente, y había chicos de once a dieciséis años. Pero Santos se pasaba por allí desde el principio.

– ¿Dónde está todo el mundo?

– En el salón. Le

– ¿Vienes?

– No, me quedaré aquí un rato.

Santos asintió de nuevo y caminó hacia la habitación que llamaban «el salón». El colegio era tan grande que habían elegido cuatro aulas distintas que utilizaban a modo de centro cultural. Se dedicaban a todo tipo de cosas, desde hacer teatro a pintar.

El salón se encontraba en el segundo piso. Como esperaba, encontró a todo el grupo reunido alrededor de la comida, riendo y charlando.

Razor, el mayor de todos, hizo un gesto para que se acercara. Llevaba mucho tiempo en la calle y eso lo había endurecido. A los dieciséis años, todos sabían que los dejaría más tarde o más temprano.

Santos se sentó en el suelo y empezó a charlar con sus amigos. De ese modo supo que habían descubierto a Ben y que lo habían devuelto al reformatorio, que un policía se había metido con Claire para asustarla, y que Tiger y Rick se habían marchado de Nueva Orleans con la intención de lograr todos sus sueños en California.

Unos minutos más tarde, Santos notó que había una chica nueva. No decía nada. Permanecía sentada en uno de los extremos del círculo sin intervenir en la conversación. Cuando Scout llegó, Víctor se interesó por ella.

– ¿Quién es?

– Se llama Tina. La trajo Claire. No ha abierto la boca desde que llegó.

– ¿Se ha escapado de casa?

– Supongo.

Resultaba evidente que estaba sola y muy asustada. Se mordía el labio como si quisiera evitar que temblara, y no levantaba la mirada del suelo. Santos pensó que debía haber escapado de algo realmente malo.

Sintió lástima por ella, como la sentía por muchos de sus amigos. A lo largo de los años había oído historias tan terribles que las palizas que le daba su padre parecían simples tonterías sin importancia. Santos tomó un langostino, y se lo comió. Cada vez que oía una historia nueva daba las gracias por tener a su madre, por vivir con ella.

Recordó la desagradable conversación que habían mantenido, cuando confesó que sabía que hacía de prostituta de vez en cuando para poder pagar sus estudios y sus médicos. Se arrepentía de haber sacado el tema. Tal vez no vivieran en una situación ideal, pero resultaba evidente que su madre lo amaba, y que habría sido capaz de hacer cualquier cosa por él. Las horribles experiencias de sus amigos habían servido, al menos, para que comprendiera y valorara en su justa medida la importancia de tener a alguien en quien poder confiar, alguien especial, alguien que mereciera la pena.

Cuando terminaron de comer, el grupo se dividió y algunos se marcharon del edificio. Tina permaneció en el sitio, sin moverse, como si estuviera congelada. Muerta de miedo, indudablemente.

Santos se levantó y caminó hacia ella.

– Hola -murmuró con una sonrisa-. Me llamo Santos.

– Hola.

Su voz era dulce y denotaba un evidente temor. Demasiado dulce para ser una chica de la calle. De todas formas pensó que en poco tiempo maduraría. Se sentó a su lado, a cierta distancia y dijo:

– Te llamas Tina, ¿verdad?

– Sí.

– Scout dijo que te trajo Claire. Lo primero que debes saber sobre nosotros es que Scout siempre lo sabe todo -sonrió-. Y lo segundo, que cuidamos los unos de los otros.

Su actitud silenciosa le hizo pensar que prefería estar sola, de manera que se levantó.

– Bueno, si necesitas algo dímelo y te ayudaré en lo que pueda.

La chica levantó la mirada, y Santos notó que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Era muy atractiva, de ojos azules y pelo castaño, más o menos de su edad, o tal vez algo mayor.