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– Lo siento -dijo él.
– No lo sientas. No te disculpes.
– ¿Por qué no? No me había comportado nunca de este modo.
– Tú intentaste detenerlo, pero yo fui quien empezó. Me siento profundamente avergonzada.
Santos no dijo nada. Pasó un buen rato antes de que volviera a hablar.
– Lo siento, Glory -repitió-. Lo siento de verdad.
– Es igual, olvídalo.
Glory intentó levantarse, pero él se lo impidió.
– No me has entendido. Me he disculpado dos veces. La primera, por lo que acaba de suceder. Pero la segunda era por las cosas que dije.
– Olvídalo.
– No. Antes dijiste que no te comprendía porque no quería comprenderte, porque estaba enfadado contigo. Pues bien, dímelo ahora. Dime por qué amabas a Lily. Quiero saberlo, de verdad.
Glory se emocionó, y tardó en contestar.
– Porque me amaba, porque me necesitaba. Cuando me diste a Lily fue como si me devolvieras parte de mí. Una parte que ni siquiera sabía perdida. Pero pertenecía ella, y a su casa, en cuanto las vi.
– Tal vez porque querías sentirte de ese modo.
– No lo creo. Fue una sensación muy intensa, e inmediata. Lily consiguió que me sintiera completa, aunque no sepa cómo.
Santos empezó a acariciar uno de sus muslos con un dedo, de forma inconsciente. Glory no dijo nada porque quería que lo hiciera.
– Estuviste con ella hasta el final, y eso la hizo feliz -declaró él.
Glory tocó su mejilla y lo acarició con delicadeza. El recuerdo del pasado era muy fuerte. Recordaba perfectamente su olor, el sonido de su respiración.
Pero era consciente de lo mucho que había cambiado. Era más duro que entonces, mucho más hombre. Le habría gustado poder explorar su cuerpo, le habría gustado explorarlo muchos años atrás y contemplar su transformación con los años.
Al cabo de unos segundos apartó la mano, aunque su deseo fuera otro.
– Tenías razón. Diecisiete años no pueden compararse con diecisiete días. Tú la hiciste feliz durante mucho tiempo.
– No debí decir tal cosa. Estaba enfadado.
– Lo sé.
Santos empezó a acariciarla de forma muy distinta. Glory se humedeció. Lo deseaba con locura. Pero esta vez no era una simple cuestión de sexo, esta vez deseaba calor. Deseaba amor.
Sin embargo, no se dejó llevar. Se sentó e intentó recoger el vestido.
– ¿Qué pasa? -preguntó, sorprendido.
– Nada. Me gustaría que… Nada.
– Después de lo que ha pasado entre nosotros no puede preocuparte de verdad lo que pueda pensar.
– ¿Puedo preguntarte algo?
– Hazlo, aunque no sé si te contestaré.
– ¿Podríamos hacerlo otra vez?
– ¿Hacer qué?
– Ya sabes… Bueno, no importa. Es ridículo -declaró, mientras se pasaba las manos por el pelo-. Supongo que será mejor que me marche. El hotel…
Santos la tomó en sus brazos y la atrajo hacia él, divertido.
– Ah, te referías a… esto.
Entonces la besó apasionadamente. Cuando se apartó de ella, Glory tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.
– Sí, me refería a esto.
La sonrisa de Víctor se hizo agridulce.
– No podemos volver atrás, Glory, aunque me gustaría. Y en cuanto al futuro… bueno, no creo que tengamos ningún futuro.
– Lo sé, pero no me gustaría dejar las cosas como estaban antes. Además, necesito que me abraces ahora. No quiero estar sola. Y pensé que, tal vez, tú tampoco querías.
Santos la abrazó con fuerza y la acarició con cariño. Le quitó el vestido que apresuradamente se había puesto otra vez y comenzó a explorar cada centímetro de su cuerpo. Para Glory dejó de existir el resto del mundo. No existía nada salvo él. Se entregó en cuerpo y alma. La excitación se convirtió en pasión, y la pasión en pasión desenfrenada. Una vez más alcanzaron las cotas más altas del placer; pero en esta ocasión Santos no dejó de besarla.
Glory se apartó, respirando aceleradamente. Miró el techo, asombrada. Era demasiado consciente del calor de su cuerpo, de su olor, de su sexo.
Había sido una experiencia maravillosa, capaz de rivalizar con la primera vez.
Por desgracia, ya no había amor entre ellos, ni magia. En comparación con el pasado resultaba vacío y triste.
Abrió los ojos y se preguntó por qué lo había hecho. Había actuado con impetuosidad, con una especie de instinto autodestructivo que creía haber superado la noche de la muerte de su padre.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Había traicionado la memoria de su padre, y no por hacer el amor con Santos, sino por haber permitido que la dominaran sus emociones.
Ni siquiera habían tenido la precaución de usar un preservativo. Un montón de dolorosos recuerdos la asaltaron. Recuerdos de la primera vez que había hecho el amor con Santos, de la calidez del acto, de sus sentimientos, de sus sueños de futuro.
Lo había amado con todo su corazón. Entonces sólo pensaba en él. Era joven y obstinada, y no tenía miedo.
Pero había pagado un terrible precio.
– ¿Tan mal te sientes? -preguntó él.
– ¿Cómo?
– Acabas de suspirar.
– Sí, es cierto, pero no me siento mal. Ha sido maravilloso. No te preocupes, tu reputación sigue intacta.
– No estaba preocupado.
– Ya veo -declaró, de forma beligerante.
Santos se apoyó en un codo para mirarla.
– ¿Intentas pelearte conmigo? No arrojes sobre mí tu arrepentimiento. Ya tengo que vérmelas con el mío.
– Seguro que sí. En fin, debo marcharme.
– Entonces, vete.
– ¿Sabes una cosa, Santos? Creo que te odio.
Santos la miró y dijo:
– Yo también a ti, Glory.
Capítulo 51
Santos permaneció un buen rato en el suelo después de que se marchara Glory, mirando el techo y pensando en lo que tendría que haber hecho o dicho. Pensando en todos sus errores.
Al final se sentó, disgustado consigo mismo. Se pasó una mano por el pelo y se preguntó qué le pasaba. No parecía haber aprendido la lección. Diez años no habían servido de gran cosa.
Ahora no sabía cómo iba a ser capaz de seguir viviendo.
Tal vez la odiara, pero se odiaba más a sí mismo.
Pensó en Liz y se sintió aún peor. No podía decirle que también odiaba a Glory, pero que deseaba hacer el amor con ella. No podía decir que la respetaba y que la quería, pero que prefería acostarse con su antigua amiga.
Era un completo idiota.
Volvió a tumbarse en la moqueta. El persistente aroma del perfume de Glory lo asaltó, irritándolo. Pero aún le molestó más que lo afectara con tanta fuerza como una especie de potente afrodisíaco. Le gustara o no, sabía que Liz y él no tenían futuro juntos. Al menos, no la clase de futuro que ella deseaba. Ni la clase de futuro que le habría gustado a él mismo.
Por terrible que fuera, deseaba el amor que había sentido con Glory.
De no haberla conocido nunca, de no haber sabido hasta qué punto podía amarse a una mujer, podría haber mantenido una relación más seria con Liz. Pero había probado un néctar que no encontraría en Liz.
Ahora no podía cambiar las cosas, y se detestaba a sí mismo porque estaba a punto de hacer mucho daño a una mujer que quería y que se preocupaba por él.
Liz se merecía algo mejor. Se lo merecía todo.
Como él mismo.
En aquel instante sonó el teléfono. Agradecido por la súbita interrupción, se levantó y contestó. Era Jackson.
– Ven inmediatamente, Tenemos otro cadáver.
– ¿El asesino de blancanieves?
– El mismo que viste y calza.
– El muy canalla sigue aquí. Estaba seguro de que se habría marchado de la ciudad.
– Espera, amigo, esta vez es mucho mejor. Tenemos un testigo.
Santos batió todas las marcas de velocidad de camino a la comisaría. Entró como una exhalación en la brigada de homicidios, alerta, despierto. Iba a capturar a aquel canalla. Lo presentía. Y al parecer, también sus compañeros. Se respiraba un ambiente distinto, tenso, idéntico al que se respiraba siempre cuando se descubría algo en un caso importante. Sobre todo, tratándose de un caso como aquél.
Varios compañeros lo miraron. No necesitó palabras para comprenderlos. Querían que atrapara a aquel canalla, a aquél malnacido.
Cuando llegó a la mesa de Jackson fue directamente al grano.
– ¿Dónde está el testigo?
– En la sala de interrogatorios..
Mientras se dirigían a la sala, Jackson le dio todo tipo de detalles.
– Es una prostituta, que se hace llamar Tina. Apareció en la escena del crimen. Dijo que conocía a la víctima y que la había visto con su cita anoche, hacia las dos de la madrugada. Pudo verlo.
– ¿Alguna otra cosa?
– Oh, sí. Cuando regresaba a casa pasó por delante del lugar donde encontramos el cuerpo. Y vio a un tipo de espaldas, que parecía estar arrastrando algo.
– O a alguien.
– Bingo. Nos dio una descripción general. Era de media altura, peso medio y piel blanca.
– ¿Y no pensó en denunciarlo anoche?
– Oh, venga, ya sabes cómo son estas cosas.
– ¿Estamos seguros de que se trata del asesino de Blancanieves?
– Sin duda.
Jackson le dio una carpeta con toda la información. Santos la abrió sin detenerse. No había nada distinto a los otros asesinatos.
Entraron en la habitación. La mujer se encontraba de pie, mordiéndose las uñas con nerviosismo. Era blanca y aparentaba unos cuarenta años, aunque probablemente fuera más joven. La calle endurecía a las personas. Santos había visto a chicas de dieciséis años que aparentaban treinta.
Y parecía muy asustada.
– ¿Tiene un cigarrillo? -preguntó la mujer, intentando ocultar su miedo-. Necesito fumar.
Santos miró a Jackson.
– Ve a buscar un paquete. Y trae un par de refrescos.
Jackson asintió y se marchó. No le molestaba hacer ese tipo de cosas en aquellas situaciones. Santos era magnífico con los interrogatorios, sobre todo cuando se trataba de prostitutas. Se llevaba bien con ellas porque no las juzgaba negativamente a priori, como otros agentes. Santos comprendía muy bien que odiaran a los policías.
– Hola -sonrió, haciendo un gesto hacia las sillas-. Siéntate, por favor.
La mujer no se movió.
– Soy el detective Santos. Y mi compañero, el que se acaba de marchar, el detective Jackson.
– ¿Detective Santos?
– En efecto. Víctor Santos.
– Vete al infierno.
Santos arqueó las cejas, algo sorprendido. Aquella mujer parecía tener algo personal contra él.
– ¿Hemos empezado con mal pie? ¿O es que he hecho algo que te ofenda?