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LIBRO 5

Capítulo 18

Nueva Orleans, Luisiana 1984

A los dieciséis años, Glory se había hecho a la idea de que su madre no la amaría nunca. No sabía qué pecado había cometido para merecerlo, pero ya no le importaba. Su ausencia de cariño ya no podía herirla.

Además, su resignación al respecto había crecido tanto como su ira.

El tiempo transcurrido desde que tenía ocho años la había cambiado más de lo normal. Glory era una joven muy inteligente, agresiva y en ocasiones muy irónica. Su energía y su entusiasmo infantiles se habían convertido en abierto desafío.

Por supuesto, sabía que se exponía a los castigos de su madre. Pero prefería los castigos, por severos que fueran, a ceder ante ella.

Romper las ridículas normas de Hope se había convertido en un juego, en una especie de peligrosa batalla de voluntades. Había aprendido cuáles eran los puntos débiles de su madre: cualquier cosa que tuviera que ver con los hombres, con el cuerpo y con el sexo, y disfrutaba engañando a su madre haciéndolo bajo sus propias narices.

Cuando la descubría sufría todo tipo de castigos, aunque la severidad dependía de lo que hubiera hecho. En cierta ocasión su madre la encerró en su dormitorio hasta que se aprendió de memoria buena parte del antiguo testamento. Otra vez la obligó a limpiar todos los suelos de la casa con un cepillo. Y un día, cuando la descubrió besándose con un chico, la azotó duramente con una vara; su frialdad llegaba hasta el punto de hacerlo de tal manera que no le hiciera ninguna herida. Pero a pesar de todo tuvo cardenales en la espalda durante una semana.

Sin embargo, sus castigos no habían servido para que se rindiera. Bien al contrario, ya ni siquiera corría a buscar la ayuda de su padre. Aceptaba el castigo y se juraba que la siguiente vez no la descubriría.

En cierta manera le gustaba que la descubriera. Pero no precisamente porque le gustaran los castigos, sino porque había descubierto que su madre disfrutaba castigándola; parecía sentir una gran satisfacción, por morbosa que fuera, al saber que su hija rompía sus normas insanas. De hecho tenía la impresión de que sólo sentía algo por ella cuando la castigaba.

Con todo, el mayor de los cambios que se había producido en Glory no era con respecto a su madre, sino en relación a su padre. Había vertido sobre él la comprensible furia que había acumulado tras años y años de sufrir malos tratos. Ahora lo evitaba, como evitaba las visitas al Saint Charles. Y no se cansaba de repetir, una y otra vez, que el hotel no le importaba lo más mínimo. Lo hacía para herir a su padre, y lo conseguía. Por desgracia, cuando rompía el corazón de Philip también rompía el suyo.

En el fondo, amaba a su padre y al hotel tanto como de pequeña. Las cosas habían cambiado, aunque no sabía por qué, y le dolía muchísimo.

Glory asistía entonces a la academia de la Inmaculada Concepción, un colegio sólo para chicas que se encontraba en la avenida Saint Charles. Las hijas de las mejores familias de Nueva Orleans estudiaban en aquella institución desde 1888. Terminar los estudios en ella era todo un triunfo en una ciudad tan rica, tan vieja y tan conservadora en ciertos aspectos como Nueva Orleans.

Glory se miró en el espejo e inspeccionó el pintalabios que acababa de aplicarse. Sonrió y guardó el carmín en el bolso. En el exterior se oían risas de jóvenes, y sabía que en cuanto sonara el timbre el cuarto de baño se llenaría inmediatamente de chicas, todas ellas deseosas de mirarse al espejo antes de que empezara la siguiente clase.

Tal y como había previsto, un grupo de chicas entró poco después.

– Glory -dijo una de ellas-, acabamos de enterarnos de lo que te pasó con la hermana Marguerite. ¿Es verdad que te ha prohibido asistir a la ceremonia de entrega de diplomas?

– Sí, es cierto -contestó con indiferencia-. Algunas personas carecen de sentido del humor.

– Me habría gustado ver la cara de la hermana cuando te descubrió en la capilla leyendo aquella novela rosa mientras te comías las hostias sagradas -rió una chica llamada Missy.

– Sí, pero confiscó el libro. Precisamente cuando estaba llegando a la parte más interesante.

– Uno de estos días irás demasiado lejos. Mira que comerte las hostias… ¿No se supone que eso es un pecado, o algo así?

– Oh, venga. Ni siquiera estaban bendecidas.

Otro grupo de chicas, más pequeño que el anterior, entró en el cuarto de baño.

– ¿Habéis visto la ropa que lleva hoy la pobretona? -preguntó una de las recién llegadas-. Se ha puesto una camisa que parece tener más de diez años. Y aunque fuera nueva, yo diría que es de poliéster.

Glory se apartó de ella, molesta. La mayor parte de las chicas que asistían a la academia eran niñas ricas, muy clasistas, pero de vez en cuando la dirección concedía alguna beca a estudiantes menos afortunados económicamente. Glory había oído que aquella chica era brillante.

– Es patética -dijo Bebe Charbo

– Oh, claro, tenemos que mantener el nivel de la academia -intervino Glory, con ironía-. El simple hecho de que sea una magnífica alumna no significa que pertenezca a una institución tan digna como la academia de la Inmaculada Concepción.

Bebe Charbo

– Exacto. No pertenece a este sitio. Y desde luego, yo no le daré la bienvenida.

En aquel instante se abrió la puerta y apareció la chica de la que habían estado hablando. Todas dejaron de hablar, y Glory sintió lástima por la recién llegada. Parecía muy infeliz en aquella situación, aunque caminaba con la cabeza bien alta.

El grupo de niñas bien se interpuso en su camino para que no pudiera pasar.

– Oh, lo sentimos mucho -dijo Bebe, mirándola con exagerada inocencia-. ¿Es que quieres ir al servicio?

– Sí -respondió, ruborizada-. Por favor.

Bebe se apartó y la recién llegada pasó. Después, el grupo volvió a cerrarse a sus espaldas. Glory sospechaba lo que pretendían hacer, y acertó. Cuando la joven salió del servicio, las chicas impidieron que se acercara a los lavabos.

– Oh, cuánto lo sentimos -dijo de nuevo Bebe-. ¿Quieres pasar?

Glory no pudo soportarlo por más tiempo. Despreciaba la actitud cruel y cobarde de sus compañeras de academia. No soportaba la cobardía, especialmente porque no había sido capaz de perdonarse a sí misma por haber culpado a Da

– Sí, Bebe, creo que quiere pasar -murmuró Glory-. A diferencia tuya, se lava las manos después de ir al servicio.

Bebe se ruborizó, pero se apartó de todos modos. Glory se acercó a la recién llegada y sonrió.

– Perdónala -dijo-. Bebe cree que el simple hecho de tener dinero proporciona automáticamente elegancia y distinción. Pero se equivoca, por supuesto.

Varias chicas se miraron con inquietud. Todas sabían que Glory acababa de atacar a Bebe con lo que más le dolía. Su familia, a diferencia de la de Glory, era una familia de nuevos ricos, recién llegados a Nueva Orleans. No obstante, Bebe era la chica más popular y poderosa del curso. Pero Glory sabía que su posición se debía a que también era la más arrogante y despreciable de toda la clase. Y no le importaba tenerla por enemiga.

– Te arrepentirás de esto, Glory -la amenazó, furiosa-. Te aseguro que te arrepentirás.



– Oh, qué miedo tengo -se burló.

Segundos más tarde el cuarto de baño se había quedado vacío. Sólo permanecieron en él la recién llegada y Glory.

– No era necesario que me defendieras -dijo la joven.

– Lo sé, pero lo hice de todas formas -declaró Glory, mientras se encendía un cigarrillo.

– Gracias.

– De nada. De todas formas esas brujas no son mis amigas.

– Pero… olvídalo.

– ¿Qué ibas a decir?

– Nada. No es asunto mío.

– No tengo secretos para nadie.

– Muy bien, como quieras. Si no son tus amigas, ¿por qué estás siempre con ellas?

Era una buena pregunta, y Glory no estaba segura de poder contestar.

– Por desgracia, todas las chicas de la academia son como Bebe.

– Yo prefiero estar sola -declaró la chica, con amargura.

– Sé lo que quieres decir, pero no dejes que te depriman. Sólo son un grupito de brujas mimadas.

– ¿Y tú no lo eres?

Glory rió. Le gustaba que fuera tan directa.

– No. No lo creo. Sólo soy una mala chica.

La recién llegada rió a su vez. Se cruzó de brazos y dijo:

– Entonces, será mejor que nos presentemos. Me llamo Liz Sweeney.

– Me alegro de conocerte -dijo, cigarrillo en mano-. Yo me llamo Glory. Glory Saint Germaine.

– Sé quién eres -se ruborizó-. Todo el mundo te conoce.

– Eso es lo peor de ser mala -sonrió-. Personalmente, creo que la gente necesita unos cuantos escándalos de vez en cuando para sentirse viva. Sin ellos, la existencia sería algo aburrida. ¿No te parece?

– No lo había pensado, pero puede que tengas razón.

– Claro que la tengo.

Glory se apoyó en el espejo y la miró. No era una chica demasiado atractiva, pero tampoco era fea. De rostro agradable y normal, parecía sincera y sana.

– Estás estudiando con una beca, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y por qué te avergüenzas?

– Porque sé que se ríen de mí por ser pobre.

– Oh, venga. ¿Estás aquí por ser pobre? ¿O más bien porque eres pobre y brillante?

Liz la miró.

– Las dos cosas.

– Yo diría que no tienes razón para avergonzarte -declaró, mientras daba una calada al cigarrillo-. Yo estoy aquí gracias al dinero de mi familia. Pero a diferencia de Bebe no me siento orgullosa de ello. Tal y como lo veo, la riqueza de mi familia es un hecho que no tiene que ver conmigo.

En aquel instante sonó el timbre que daba por finalizado el cuarto de hora de descanso.

– ¡Oh, no! -exclamó Liz-. Debo marcharme, o llegaré tarde.

La joven recogió la bolsa donde llevaba los libros y se dirigió hacia la puerta, pero al llegar se dio la vuelta y preguntó:

– ¿Tú no vienes?

– No tengo prisa -sonrió-. Todo el mundo espera que llegue tarde, como siempre, y no pienso defraudarlos.

– No, supongo que no -le devolvió la sonrisa-. Ah, Glory..