Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 10 из 62



LIBRO 3

Capítulo 8

Nueva Orleans, Luisiana 1974

Con sólo siete años, el mundo era un lugar mágico y amenazador para Glory Alexandra Saint Germaine. Un lugar con todo lo que una niña pudiera desear: preciosos vestidos con encajes; muñecas de largo cabello que podía peinar; lecciones de equitación; y la mejor vajilla de porcelana para las fiestas que diera en el jardín. Obtenía todo lo que se le antojaba.

Su padre era lo más mágico y maravilloso de aquel mundo. Cuando se encontraba a su lado sabía que nada malo podía ocurrirle. Se sentía especial, a salvo. La llamaba «preciosa muñeca», y aunque encontraba la expresión algo insultante a una edad en la que ya se creía mayor, en el fondo le agradaba. Sin embargo, no dejaba de quejarse cuando lo hacía en público.

Su madre, en cambio, sólo la llamaba por su nombre.

Glory intentó acomodarse en la silla de madera. Le dolía todo el cuerpo por llevar tanto tiempo sentada en la esquina. En la esquina de las malas chicas.

Suspiró y trazó una línea con el pie sobre la brillante superficie del suelo de madera. Su madre inspeccionaría más tarde el lugar, cuando hubiera levantado el castigo, para asegurarse de que no había estado haciendo otra cosa. La castigaba con bastante frecuencia, y estaba obsesionada con que la esquina estaba hecha para rezar y reflexionar. Recordaba muy bien ciertas palabras que había oído en multitud de ocasiones:

– Te sentarás en la esquina y pensarás en lo que has hecho. Pensarás en lo que Dios espera de las niñas buenas.

Otras madres hablaban con sus hijas en términos cariñosos. Por desgracia, Glory no podía recordar una simple palabra de afecto en su corta vida.

Resultaba evidente que su madre no la quería.

Cerró los ojos con fuerza como si al hacerlo pudiera borrar tales pensamientos. Pero no podía, y se sentía triste y asustada. Una vez más su madre había destruido su maravilloso mundo para construirlo en un lugar oscuro y lleno de confusión, un lugar dominado por el terror.

Más de una vez había intentado convencerse de que su madre la amaba. Se decía que Hope Saint Germaine sólo era una madre distinta a las demás, una mujer que detestaba el contacto físico, que creía en la disciplina y despreciaba el afecto. No obstante, sus esfuerzos no servían de nada. En el fondo de su corazón sabía que no era cierto.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Toda la vida había intentado ser buena, hacer todo lo que ella quería. No comprendía, entonces, que no la amara. Todo lo que hacía estaba mal para Hope. Si reía, reía demasiado alto; si corría o cantaba, su madre recriminaba su actitud porque deseaba rezar. Hasta la molestaba que gustara a los demás. Encontraba repugnante el afecto, en cualquier vertiente, y mucho más si procedía de alguien ajeno a la familia. Por desgracia para ella, Glory era de la clase de niñas que gustaban a todo el mundo sin proponérselo.

Tenía ganas de salir de allí para jugar. Le encantaba reír, cantar y bailar, todo ello un terrible pecado según su madre. No dejaba de repetir que a Dios no le gustaban las niñas que querían ser el centro de atención.

Fuera como fuese, Glory intentaba contentarla, pero sistemáticamente sin éxito.

Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla. Al menos, iría pronto a levantar el castigo. Se cercaba la hora de cenar, y Hope siempre levantaba los castigos a la hora de la cena.

La boca se le hacía agua al pensar en la comida que se había perdido por su «maligno» comportamiento.

– Mamá, ¿puedo salir ya, por favor? -preguntó-. Seré buena, lo prometo.

No obtuvo más respuesta que el silencio. Glory se mordió el labio. Quiso llevarse un dedo a la boca, pero no lo hizo; su madre la había castigado con dureza en cierta ocasión por chupárselo. También eso era maligno y repugnante. Todo lo referente al cuerpo lo era.

En aquel momento oyó que se abría la puerta.

– ¿Mamá?

– No, preciosa, soy papá.

– ¡Papá!

Glory se levantó de la silla y salió corriendo hacia su padre. Con él no tenía que pedir permiso para huir de aquella esquina. No tenía que disculparse ni explicar lo que supuestamente había aprendido durante su penitencia. Su padre la quería, hiciera lo que hiciese.

La abrazó con tanta fuerza que Glory sintió que el día acababa de empezar.

En cuanto se apartó de él, su expresión le dijo que aquella noche habría otra fuerte discusión. Su padre acusaba a su madre de ser una obsesa inflexible, y ella lo llamaba pecador. Decía que si la abandonaba, Glory crecería en el pecado.

Sus peleas siempre terminaban del mismo modo, en silencio. En cierta ocasión la niña se había acercado a la puerta del dormitorio de sus padres para escuchar. Había oído el gemido de su padre, como si sufriera algún tipo de terrible dolor, y la risa sin aliento de su madre, un sonido triunfante y lleno de poder. Acto seguido oyó que algo caía al suelo y corrió a esconderse en su dormitorio.

Nerviosa y asustada, esperó que su madre apareciera en cualquier momento para castigarla, o que por la mañana descubriera que a su padre le había sucedido algo malo. La idea de que pudiera perder a su padre le parecía aterradora. No podría vivir sin él.

Aquella noche la pasó en vela, atemorizada.

– ¿Preciosa? ¿Te encuentras bien?

– Sí -respondió entre lágrimas-. Pero he sido mala, papá. Y lo siento.



Su padre no dijo nada. Se limitó a mirarla durante unos segundos como si quisiera decir algo. Glory bajó la cabeza y continuó:

– Corté unas flores del jardín y se las di al señor Riley. Es muy simpático conmigo, y a veces parece tan triste que quise animarlo. Lo siento, no volveré a hacerlo.

La expresión de su padre se endureció.

– No has hecho nada malo, mi preciosa muñeca. Hay muchas flores en el jardín, e intentar hacer felices a los demás es algo bueno. Le dije a tu madre que podías cortar todas las flores que quisieras y dárselas a quien te viniera en gana. Lamentablemente, no lo sabía -apretó los labios con fuerza-. ¿Lo comprendes, Glory?

– Sí, papá, lo comprendo.

Sin embargo, como tantas veces, era su padre quien no comprendía. Le daba permiso para hacer cosas como cortar flores o jugar al escondite inglés sin permiso, pero su madre seguía mirándola como si estuviera haciendo algo terrible, como si fuera culpable de algún pecado inconfesable. No podía soportar aquella mirada. La estremecía. Era mucho peor que los castigos en la esquina, de manera que no volvería a cortar flores del jardín aunque tuviera el permiso de su padre.

– Tengo una idea. ¿Qué te parece si vamos a cenar al hotel esta noche? Podemos ir al salón Renacimiento.

Glory apenas pudo creer lo que oía. Todos los domingos su padre la llevaba al mercado francés a tomar cruasanes y café con leche. Después daban un paseo y él explicaba todo tipo de detalles sobre el funcionamiento del hotel. Se daban una vuelta por la sala de café y disimulaba cuando tomaba algún pastelillo o alguna chocolatina de las mesas.

Pero hasta entonces no la había llevado nunca al salón Renacimiento, el restaurante de cinco estrellas del hotel. Su madre decía que era demasiado pequeña, y sus modales demasiado alocados, para entrar en un lugar tan elegante.

– ¿De verdad? -preguntó asombrada.

– Podríamos ir -le acarició la nariz.

Glory recordó a su madre y su ánimo decayó un poco. Ir al hotel con su madre no era tan divertido. Cuando los acompañaba se veía obligada a estar muy callada todo el tiempo. Tenía que concentrarse en sus modales y actuar en la mesa tal y como su madre deseaba, aplicando sus rígidas normas. Cuando iba con ellos, los trabajadores del hotel se comportaban con distanciamiento y solemnidad. No hacían bromas con ella.

– Mamá dice que soy demasiado pequeña para ir al restauran.

– No la invitaremos -dijo, con un gesto de desagrado que desapareció al instante-. Iremos tú y yo solos. Pero recuerda que tendrás que ponerte un vestido bonito y esos zapatos que dices que te aprietan.

Glory habría sido capaz de ponerse cualquier cosa con tal de ir. Abrazó a su padre, dominada por la alegría.

– Gracias, papá, ¡gracias!

Glory se puso los zapatos prometidos, y cuando llegaron al hotel ya le dolían los pies. Pero procuró hacer caso omiso del dolor. Miró la hermosa fachada del hotel Saint Charles, con orgullo y cariño. Le gustaba de arriba a abajo. Le encantaban los viejos ascensores que crujían cuando llevaban clientes a cualquiera de los trece pisos, el constante trajín de personas en el vestíbulo y hasta el olor de los suelos encerados y de las flores.

Además, todos los empleados estaban encantados con ella. Allí podía reír todo lo que quisiera y tornar todos los pastelitos de chocolate que le apeteciera. No tenía que preocuparse por la posibilidad de llevarse una reprimenda.

Pero sobre todo le gustaba porque sólo era de su padre. Todo en él era suyo, hecho a su gusto. Glory se sentía a salvo en el hotel; en cierto modo, era como si una vez dentro sintiera constantemente el abrazo de su padre.

A veces pensaba que su madre odiaba aquel lugar. No tenía ninguna influencia, ni podía intervenir en las decisiones de Philip. En cierta ocasión se había atrevido a hacer una sugerencia sobre el funcionamiento, y su esposo había reaccionado de forma contundente, en un tono que no utilizaba nunca con ella.

El aparcacoches se apresuró a abrir la portezuela del automóvil. Al ver a la niña, sonrió.

– Hola, Glory. ¿Cómo estás esta noche?

– Muy bien, gracias -sonrió a su vez.

Su padre dio las llaves del vehículo al hombre.

– Estaremos un par de horas, Eric. ¿Preparada, muñequita?

Glory asintió y ambos se dirigieron hacia la imponente entrada del edificio. El portero saludó a la niña con una amplia sonrisa.

– Buenas noches, señorita Saint Germaine. Me alegro mucho de verla.

– Gracias, Edward. Yo también me alegro de verlo -dijo, actuando como una persona mayor-. Hemos venido a cenar. Vamos al salón Renacimiento…

– Muy bien -le guiñó un ojo mientras abría la puerta-. He oído que esta noche sirven unas fresas excelentes.

Su padre la tomó de la mano y ambos entraron en el amplio vestíbulo. Como siempre, la visión del interior del edificio dejó a Glory sin aliento. Sobre sus cabezas colgaba una gigantesca lámpara de araña, y bajo sus pies un sinfín de alfombras persas decoraban el suelo. Los elementos decorativos de cobre o de bronce brillaban, al igual que las superficies de sólida madera de ciprés.