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– Bien -dijo Jeffrey. Y a Matt-: Procura obtener una buena foto de la cara. Cuando llegue Frank, dile que se reúna conmigo junto a los coches.
Matt se despidió con la mano, sin decir gran cosa.
Sara se guardó el estetoscopio en el bolsillo mientras caminaban por el lecho del río. Levantó la vista hacia el automóvil, buscando a Tessa. El sol rebotaba oblicuo sobre el parabrisas, convirtiéndolo en un brillante espejo.
Jeffrey esperó a que Chuck no pudiera oírlos antes de preguntarle:
– ¿Qué no me has dicho?
Sara se detuvo un momento, sin saber cómo expresar sus sentimientos.
– Hay algo que no me gusta.
– ¿Que haya venido Chuck?
– No -le dijo-. Chuck es un gilipollas. Le conozco hace treinta años.
Jeffrey se permitió una sonrisa.
– Entonces, ¿qué es?
Sara se volvió para mirar al muchacho que estaba en el suelo, a continuación volvió a dirigir la vista al puente.
– El arañazo de la espalda. ¿Cómo se lo hizo?
– ¿Con la barandilla del puente? -sugirió Jeffrey.
– ¿Cómo? La barandilla del puente no es tan alta. Probablemente se sentó en ella y pasó los pies por encima.
– Hay una cornisa bajo la barandilla -señaló Jeffrey-. Pudo haberse hecho el arañazo al caer.
Sara no apartaba los ojos del puente, intentando imaginarse la escena correctamente.
– Sé que te sonará estúpido, pero si yo saltara, no querría darme un golpe al caer. Me pondría de pie sobre la barandilla y daría un buen salto, lejos de la cornisa. Lejos de todo.
– A lo mejor descendió hasta la cornisa y se rasguñó la espalda en esa parte del puente.
– Mira a ver si hay restos de piel -sugirió Sara, aunque por alguna razón dudaba que encontraran algo.
– ¿Y lo de caer de pie?
– No es tan raro como crees.
– ¿Crees que lo hizo a propósito?
– ¿Saltar?
– Eso.
Jeffrey indicó la parte inferior del cuerpo.
– ¿El piercing? -preguntó Sara-. Probablemente hacía tiempo que lo llevaba. Está bien cicatrizado.
Jeffrey hizo una mueca.
– ¿Por qué alguien se haría eso?
– Dicen que aumenta la sensación sexual.
Jeffrey se mostró escéptico.
– ¿Para el hombre?
– Y para la mujer -le dijo Sara, aunque la sola idea le hizo estremecer.
Volvió a mirar en dirección al coche, esperando ver a Tessa. Distinguía perfectamente la zona del aparcamiento. Exceptuando a Brad Stephens y el testigo, no se veía a nadie más.
– ¿Dónde está Tessa? -preguntó Jeffrey.
– ¿Quién sabe? -respondió Sara, irritada.
Debería haber acompañado a Tessa a casa en lugar de permitir que la acompañara.
– Brad. Jeffrey llamó al agente mientras se acercaba a los vehículos aparcados-. ¿Tessa ha bajado la colina?
– No, señor -contestó.
Sara miró en el asiento trasero del coche, esperando ver a Tessa acurrucada echándose una siesta. El automóvil estaba vacío.
Jeffrey preguntó:
– ¿Sara?
– No pasa nada -le dijo Sara, pensando que a lo mejor Tessa había bajado la colina y luego había vuelto a subirla.
En las últimas semanas el bebé le había estado bailando claqué en la vejiga.
– ¿Quieres que vaya a buscarla? -se ofreció Jeffrey. -Probablemente estará sentada en alguna parte, tomándose un descanso.
– ¿Estás segura? -le preguntó Jeffrey.
Le hizo señal de que se fuera y siguió el mismo camino que Tessa había tomado. Los alumnos de la universidad solían correr por los senderos del bosque, que iban de uno a otro lado de la ciudad. Si Sara continuaba un kilómetro hacia el este, llegaría hasta la clínica pediátrica. Rumbo al oeste la llevaría a la autopista, y si se dirigía hacia el norte desembocaría al otro lado de la ciudad, cerca de la casa de los Linton. Sara se dijo que si Tessa había decidido volver a casa andando sin que nadie se enterara, la mataría.
La pendiente era más empinada de lo que Sara había imaginado, y al llegar arriba se detuvo para recobrar el aliento. Había basura por todas partes, y las latas de cerveza se esparcían como hojas muertas. Volvió a mirar hacia la zona del aparcamiento, donde Jeffrey estaba entrevistando a la mujer que había encontrado el cadáver. Brad Stephens la saludó, y Sara le devolvió el saludo. Pensaba que si ella estaba sin resuello por la subida, Tessa debía de estar con la lengua fuera. A lo mejor se había detenido a recuperar el aliento antes de volver. A lo mejor se había encontrado con un animal salvaje. A lo mejor se había puesto de parto. Con este último pensamiento, Sara volvió hacia los árboles, siguiendo un camino trillado que se adentraba en el bosque. Tras haberse internado unos cuantos pasos, inspeccionó la zona, buscando alguna señal de su hermana.
– ¿Tess? -la llamó Sara, procurando no enfadarse. Probablemente Tessa echó a andar y perdió la noción del tiempo. Hacía meses que no llevaba reloj, pues las muñecas se le habían hinchado tanto que no aguantaba la correa metálica. Sara se adentró más en el bosque, levantando la voz mientras repetía:
– ¿Tessa?
A pesar de que era un día soleado, el bosque estaba umbroso, y las ramas de los altos árboles se entrelazaban como dedos en un juego infantil, impidiendo el paso de la luz. Sin embargo, Sara levantó la mano a modo de visera, como si así fuera a ver mejor.
– ¿Tess? -repitió y, a continuación, contó hasta veinte. No hubo respuesta.
La brisa agitó las hojas sobre su cabeza, y Sara experimentó un desconcertante hormigueo en la nuca. Se frotó los brazos desnudos y avanzó unos pasos por la senda. A unos cinco metros, el camino se bifurcaba. Sara intentó decidir cuál tomar.
Los dos parecían muy hollados, y había huellas de zapatillas deportivas en la tierra. Sara se arrodilló para buscar las pisadas planas de las sandalias de Tessa entre las huellas estriadas y en zigzag de los otros calzados cuando oyó un ruido a su espalda. Se puso en pie de un salto.
– ¿Tess? -preguntó.
No era más que un mapache que se sobresaltó tanto como Sara. Se quedaron mirándose unos instantes, hasta que el animal se internó corriendo en el bosque.
Sara se puso en pie, sacudiéndose la tierra de las manos. Echó a andar por el camino de la derecha, a continuación regresó a la bifurcación y dibujó una sencilla flecha en el suelo con el talón, para indicar la dirección que había tomado. Al trazar la señal, Sara se sintió estúpida, pero ya se reiría luego de la precaución, cuando llevara a Tessa de vuelta a casa.
– ¿Tess? -preguntó Sara, partiendo una ramilla de una rama baja mientras avanzaba-¿Tess? -volvió a llamarla.
A continuación, se detuvo, expectante, pero no hubo respuesta.
Un poco más adelante, Sara vio que el sendero formaba una curva suave y volvía a bifurcarse. Dudó si ir a buscar a Jeffrey para que la ayudara, pero desechó la idea. Se sintió una tonta por pensar en ello, pero, en su interior, sabía que estaba realmente asustada.
Siguió avanzando, llamando a Tess. En la siguiente bifurcación volvió a protegerse los ojos con la mano y miró a los dos lados. Los caminos se separaban en sendas curvas, y el de la derecha formaba un pronunciado recodo a unos veinticinco metros. Ahora el bosque era más oscuro, y Sara tenía que forzar la vista para ver. Comenzó a dibujar una señal en el camino de la izquierda, pero algo relampagueó en su mente, como si sus ojos hubieran tardado unos segundos en transmitir la imagen al cerebro. Sara examinó el sendero de la derecha, y vio una piedra que tenía una forma extraña justo antes del recodo. Dio unos cuantos pasos, y echó a correr al darse cuenta de que se trataba de una de las sandalias de Tessa.
– ¡Tessa! -chilló, agarrando la sandalia del suelo.
Se la llevó al pecho mientras miraba a su alrededor, buscando frenéticamente a su hermana.
Sara dejó caer la sandalia y sintió un mareo. Se le hizo un nudo en la garganta a medida que el miedo reprimido se convertía en terror. En un claro, Tessa estaba tendida boca arriba, una mano en la barriga, la otra a un costado. La cabeza le formaba un ángulo anormal, y tenía los labios ligeramente separados y los ojos cerrados.
– No… -exclamó Sara, corriendo hacia su hermana.
No las separaban más de seis metros, pero se le hicieron interminables. Por la mente de Sara cruzaron un millón de posibilidades mientras corría hacia Tessa, pero ninguna de ella se aproximó a lo que ahora veían sus ojos.
– Dios mío. -Sara soltó un grito ahogado. Las rodillas se le doblaron al dejarse caer al suelo-. Oh, no…
Habían apuñalado a Tessa al menos dos veces en el vientre y una en el pecho. Había sangre por todas partes, y el púrpura oscuro de su vestido era ahora de un negro intenso y húmedo. Sara miró el rostro de su hermana. Le habían cortado el cuero cabelludo, que colgaba sobre el ojo izquierdo, y el rojo intenso de la carne viva contrastaba con el blanco pálido de la piel.
– No… Tess… ¡No! -gritó Sara. Le llevó la mano a la mejilla e intentó hacerle abrir los ojos-. ¿Tessie? -dijo-. Dios mío, ¿qué ha pasado?
Tessa no respondió. Estaba exánime, y no presentó ninguna resistencia cuando Sara le volvió a colocar el cuero cabelludo desgarrado en la cabeza y le obligó a abrir los párpados para verle las pupilas. Sara le buscó el pulso de la carótida, pero le temblaban tanto las manos que sólo consiguió pintar con los dedos un macabro dibujo en el cuello de Tessa. Apretó el oído contra el pecho de su hermana, y el vestido húmedo se le pegó a la mejilla mientras intentaba encontrar signos de vida.
Mientras escuchaba, Sara le miró el vientre, donde estaba el bebé. La sangre y el líquido amniótico manaban de la incisión inferior como un grifo abierto. Un trozo de intestino asomaba por un ancho desgarrón del vestido, y Sara cerró los ojos al verlo, conteniendo el aliento hasta que oyó el débil latido del corazón de Tessa y sintió el casi imperceptible subir y bajar de su pecho mientras le entraba aire en los pulmones.
– ¿Tess? -dijo Sara, incorporándose y limpiándole la sangre de la cara con el dorso de la mano-. Tessie, por favor, despierta.
Alguien pisó una rama detrás de Sara, y ella se volvió con el corazón en un puño al oír el chasquido. Brad Stephens estaba detrás de ella, la boca abierta de consternación. Se miraron, los dos sin habla durante unos segundos.
– ¿Doctora Linton? -preguntó por fin Brad, su voz casi inaudible en aquel enorme claro.
Tenía la misma expresión sobrecogida del mapache que había visto antes.
Lo único que pudo hacer Sara fue mirarlo. Su mente le gritaba que fuera a buscar a Jeffrey, que hiciera algo, pero no le salían las palabras.