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– ¿Qué ha pasado? -preguntó Tessa impaciente, aunque jamás se había interesado por el trabajo de Sara.

– Eso es lo que se supone que debo averiguar -le recordó Sara, extendiendo la mano hacia la guantera para coger el estetoscopio.

No había mucho espacio, y la mano de Sara se apoyó en el dorso del vientre de Tessa. La dejó allí por un momento.

– Oh, Sissy -musitó Tessa, agarrando la mano de Sara-. Te quiero tanto.

Sara se rió de las repentinas lágrimas de Tessa, pero, por alguna razón, también sintió que algo se desgarraba en su interior.

– Yo también te quiero, Tessie. -Apretó la mano de su hermana y dijo-: Quédate en el coche. No tardaré.

Cuando cerró la portezuela del automóvil, vio a Jeffrey dirigirse hacia ella. Tenía el pelo negro, y lo llevaba muy repeinado hacia atrás, aún un poco húmedo en la nuca. Vestía un traje gris carbón hecho a medida, perfectamente planchado, y una placa dorada de policía le asomaba del bolsillo superior de la americana.

Sara llevaba unos pantalones de chándal ya en pleno declive y una camiseta que había dejado de ser blanca durante la administración Reagan. Calzaba playeras sin calcetines, con los cordones flojos para podérselas meter y sacar con el menor esfuerzo posible.

– No hacía falta que te pusieras tu mejor vestido -bromeó Jeffrey, pero ella percibió la tensión de su voz.

– ¿Qué ha pasado?

– No estoy seguro, pero yo diría que hay algo raro… -Se calló y miró en dirección al coche-. ¿Te has traído a Tess?

– Me venía de paso, y ella quería venir…

Sara no acabó la frase, porque la verdad es que no había ninguna explicación, aparte de que, en aquel momento, la única meta en la vida de Sara era hacer feliz a Tessa… o, cuando menos, impedir que se quejara.

Jeffrey lo entendió.

– Supongo que no valía la pena discutir con ella.

– Me prometió quedarse en el coche -dijo Sara.

En ese momento oyó cerrarse a su espalda la portezuela del vehículo. Puso los brazos en jarras y se dio la vuelta. Tessa le decía adiós con la mano.

– Tengo que ir ahí -dijo Tessa, señalando una hilera de árboles a lo lejos.

– ¿Vuelve a casa andando? -preguntó Jeffrey.

– Tiene que ir al baño -le explicó Sara, viendo cómo Tessa subía la colina hacia el bosque.

Los dos se quedaron mirando a Tessa subir la empinada cuesta, las manos entrelazadas bajo la tripa, como si llevara un cesto.

– ¿Te enfadarás conmigo si me echo a reír cuando baje la colina? -preguntó Jeffrey.

Sara se rió con él en lugar de contestar.

– ¿Crees que tendrá algún problema cuando llegue arriba? -volvió a preguntar.

– No te preocupes -le dijo Sara-. No la matará hacer un poco de ejercicio.

– ¿Estás segura? -insistió Jeffrey, preocupado.

– Se encuentra bien -le tranquilizó Sara.

Jeffrey no sabía nada de embarazos. Probablemente tenía miedo de que Tessa se pusiera a parir antes de llegar a la arboleda. Ya quisiera ella que fuera tan fácil.

Sara echó a andar hacia la escena del crimen, pero se detuvo al ver que él no la seguía. Se volvió; ya sabía lo que le esperaba.

– Esta mañana te fuiste muy temprano -le dijo él.

– Imaginé que necesitarías dormir. -Sara retrocedió hasta él y le sacó un par de guantes de látex del bolsillo de la americana. Le preguntó-: ¿Qué te pasa?

– No estaba tan cansado -contestó, en el mismo tono insinuante que habría utilizado por la mañana si ella se hubiera quedado.

Sara manoseó los guantes, pensando qué decir.

– Tenía que sacar a los perros.

– Podrías haberlos traído.

Sara le lanzó una expresiva mirada al coche patrulla.

– ¿Es nuevo? -preguntó, fingiendo curiosidad.

Grant County era un lugar pequeño. Sara había oído hablar del automóvil antes de que lo aparcaran delante de la comisaría.

– Lo trajeron hace un par de días -dijo Jeffrey.

– Las letras parecen nuevas -dijo ella de pasada.

– ¿Y qué? -contestó, con la coletilla irritante que utilizaba últimamente cuando no sabía qué decir.

Sara no iba a soltar su presa.

– La chica ha hecho un buen trabajo.

Jeffrey le sostuvo la mirada, como si no tuviera nada que ocultar. A Sara le habría impresionado de no haber sido porque él había utilizado la misma expresión la última vez que le aseguró que no la engañaba.

Sara sonrió, tensa, y repitió:

– ¿Qué es lo que te parece raro?

Jeffrey soltó un seco bufido de irritación.





– Ahora lo verás -dijo, mientras se encaminaba hacia el río.

Sara caminaba a paso normal, pero Jeffrey aminoró la marcha para que ella no se quedara rezagada. Estaba enfadado, pero ella no permitía que sus malos humores la intimidaran.

– ¿Es una estudiante? -preguntó Sara.

– Probablemente -dijo él, cortante-. Le registramos los bolsillos. No llevaba ninguna identificación, pero el terreno de este lado del río pertenece a la universidad.

– Estupendo -murmuró Sara.

Se preguntaba cuánto tardaría en aparecer Chuck Gaines, el nuevo jefe de seguridad de la universidad, para empezar a poner pegas a su labor. Era fácil deshacerse de Chuck, pero la directriz principal de Jeffrey, en calidad de jefe de policía de Grant County, era procurar que la universidad fuera una balsa de aceite. Era algo que Chuck sabía mejor que nadie, y se aprovechaba de ello siempre que podía.

Sara se fijó en una atractiva rubia sentada sobre unas rocas. Junto a ella estaba Brad Stephens, un agente joven que mucho tiempo atrás había sido paciente de Sara.

– Ellen Schaffer -le explicó Jeffrey-. Estaba haciendo jooging en dirección al bosque. Cruzó el puente y vio el cadáver.

– ¿Cuándo lo encontró?

– Hará una hora. Llamó por el móvil.

– ¿Sale a correr con el móvil? -preguntó Sara, sin saber muy bien qué la sorprendía.

La gente ya no iba ni al retrete sin el móvil, por si se aburrían.

– Quiero intentar hablar con ella en cuanto hayas examinado el cadáver. A lo mejor Brad consigue calmarla -dijo Jeffrey.

– ¿Conocía a la víctima?

– No lo creo. Probablemente sólo estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Casi todos los testigos compartían esa mala suerte, ver algo durante unos instantes para no olvidarlo de por vida. Por casualidad, y por lo que Sara podía ver del cadáver, en el centro del cauce, la chica había tenido suerte.

– Ojo -advirtió Jeffrey, cogiendo a Sara del brazo mientras se acercaban a la orilla.

El terreno era empinado, y había que bajar una cuesta para llegar al río. La escasez de lluvias había abierto un sendero en el suelo, pero el cieno estaba poroso y suelto.

Sara calculó que en esa zona el cauce tenía al menos catorce metros de ancho, pero Jeffrey ya haría que alguien lo midiera luego. El terreno estaba agostado bajo sus pies; la arenilla y la tierra se le metían dentro de las zapatillas de deporte al andar. Doce años antes, el agua les habría llegado al cuello.

Sara se detuvo a mitad de camino y levantó la vista hacia el puente. No era más que una sencilla viga de cemento con una barandilla baja. Una cornisa sobresalía unos cuantos centímetros en la parte inferior, y entre esa zona y la barandilla alguien había pintado con aerosol negro las letras «DIE NIGGER» y una esvástica.

Sara sintió un sabor amargo en la boca.

– Vaya, qué bonito -comentó, con desdén.

– Pues a mí no me lo parece -replicó Jeffrey, tan disgustado como ella-. Está por todo el campus.

– ¿Cuándo empezó? -preguntó Sara.

La pintada estaba descolorida, quizá tenía un par de semanas.

– ¿Quién sabe? -dijo Jeffrey-. La universidad aún no se ha dado por enterada.

– Si se dieran por enterados, tendrían que hacer algo al respecto -señaló Sara. Se giró en busca de Tessa-. ¿Sabes quién lo ha hecho?

– Estudiantes -dijo, dándole a la palabra un matiz desagradable mientras echaba a andar otra vez-. Probablemente un grupo de yanquis idiotas a quienes les parece divertido venir al sur a hacer el paleto.

– Odio a los racistas aficionados -murmuró Sara, esbozando una sonrisa mientras se acercaban a Matt Hogan y Frank Wallace.

– Buenas tardes, Sara -dijo Matt.

Tenía una cámara instantánea en una mano y varias Polaroid en la otra.

Frank, el segundo de Jeffrey, le dijo:

– Ahora mismo hemos acabado de hacer las fotos.

– Gracias -dijo Sara poniéndose los guantes de látex.

La víctima estaba debajo del puente, boca abajo. Tenía los brazos extendidos a los lados y los pantalones y los calzoncillos por los tobillos. A juzgar por el tamaño y falta de vello de su tersa espalda y nalgas, era un hombre joven, probablemente en la veintena. Tenía el pelo rubio y largo, hasta la nuca, y lo llevaba peinado con raya. Parecía dormido, a excepción de la mezcla de sangre y tejido que le salía del ano.

– Vaya -dijo Sara, comprendiendo la preocupación de Jeffrey. Por mera formalidad, Sara se arrodilló y apretó el estetoscopio contra la espalda del muerto. Sintió y oyó moverse las costillas bajo su mano. No había pulso.

Sara se enrolló el estetoscopio en el cuello y examinó el cadáver, recitando en voz alta sus averiguaciones.

– No hay señal de los traumatismos habituales en un caso de sodomía forzada. Ni magulladuras ni desgarros. -Le miró las manos y las muñecas. La izquierda estaba girada en un ángulo anormal, y vio una fea cicatriz rosa que le subía por el antebrazo. Por su aspecto, la herida había ocurrido en los últimos cuatro o seis meses-. No lo ataron.

El joven llevaba una camiseta color gris oscuro, que Sara levantó para ver si había más lesiones. Tenía un largo arañazo en la base de la columna vertebral, con la piel levantada, pero no lo bastante para sangrar.

– ¿Qué es eso? -preguntó Jeffrey.

Sara no contestó, aunque había algo en ese arañazo que le parecía raro.

Levantó la pierna derecha del muchacho para apartarla, pero se detuvo cuando vio que el pie no la acompañaba. Sara deslizó la mano bajo la pernera del pantalón, palpando los huesos del tobillo, a continuación la tibia y el peroné; era como apretar un globo relleno de gachas. Palpó la otra pierna; tenía la misma consistencia. Los huesos no sólo estaban rotos, estaban pulverizados.

Se oyó cerrarse una serie de portezuelas.

– Mierda -susurró Jeffrey.

Segundos más tarde, Chuck Gaines descendía hacia el cauce, la camisa de su uniforme de seguridad color tostado tensa en el pecho. Sara conocía a Chuck desde la escuela primaria, donde él siempre se metía con ella de manera inmisericorde, ya fuera por su estatura, por sus buenas notas o su cabello pelirrojo, y le alegraba tanto verlo ahora como cuando, muchos años atrás, jugaban juntos en el patio.