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Aquella comida fue silenciosa como lo eran todas durante aquel período. Dick vio el rostro enrojecido y arrugado y los ojos inyectados en sangre e intuyó la causa. Siempre que lloraba era porque se había disgustado con el boy. Se sintió harto y desengañado; había pasado mucho tiempo desde la última pelea y se había hecho la ilusión de que Mary ya empezaba a superar aquella debilidad. Vio que no comía nada y mantenía la mirada fija en el plato; el nativo, por su parte, sirvió la comida como un autómata, moviendo el cuerpo porque era su deber pero con la mente en otra parte. Al pensar en la eficiencia de aquel hombre y mirando la cara hinchada de Mary, Dick se soliviantó de repente. Cuando el nativo hubo salido de la habitación, dijo a su mujer:

– Mary, tienes que conservar a este boy. Es el mejor que hemos tenido.

Ella no levantó la vista y guardó silencio, como si fuera sorda. Dick vio temblar su mano delgada, arrugada por el sol. Al cabo de un rato de silencio exclamó, con la voz cargada de hostilidad:

– No soporto este constante cambio de criados. Estoy harto. Te lo aviso, Mary.

Tampoco entonces respondió ella; las lágrimas y la cólera de la mañana la habían debilitado y temía que, si abría la boca, volvería a romper en llanto. Él la miró con cierto asombro, porque en general replicaba, acusando al criado de hurto o mala conducta, y había esperado una respuesta semejante. El terco silencio, que era pura oposición, le impulsó a insistir, exigiendo alguna clase de asentimiento.

– Mary -dijo, como un superior a un subordinado-, ¿has oído lo que te he dicho?

– Sí -contestó ella por fin, en tono desabrido y con dificultad.

En cuanto Dick se hubo marchado, se retiró inmediatamente al dormitorio para no ver al criado levantando la mesa y durmió cuatro horas de insoportable duración.

Capítulo noveno

Y así fueron pasando los días y los meses de agosto y septiembre, días cálidos y brumosos cuyos vientos lánguidos traían ráfagas polvorientas y sofocantes de las cercanas colinas de granito. Mary realizaba sus tareas como una sonámbula, tardando horas en hacer lo que antes le ocupaba unos pocos minutos. Sin sombrero bajo el sol implacable, cuyos rayos potentes y crueles se derramaban sobre sus hombros y espalda, embotándola y aturdiéndola, a veces se sentía como si tuviera magulladuras por todo el cuerpo, como si el sol la hubiera desollado, convirtiendo su carne en hinchada y sensible envoltura de sus "dolientes huesos. Solía marearse y entonces enviaba al boy a buscar el sombrero. Poco después, aliviada, como si hubiera hecho un prolongado esfuerzo físico, en vez de atarearse entre las gallinas sin verlas, se desplomaba en una silla y permanecía inmóvil, con la mente en blanco; pero saber que estaba sola en la casa con aquel hombre era como un peso en su subconsciente. Se mantenía tensa y controlada en su presencia y le hacía trabajar todo lo que podía, sin perdonarle una mota de polvo o un vaso o plato mal colocado, siempre que creía verlo. El recuerdo de la exasperación de Dick y su advertencia de que no toleraría más cambios de criados, un reto que por falta de vitalidad se sentía incapaz de desafiar, la obligaba a vivir tensa entre dos pesas inamovibles; por lo menos, así se sentía, como si estuviera en suspenso y fuera el campo de batalla de dos fuerzas beligerantes. Sin embargo, no habría podido explicar qué clase de fuerzas eran ni cómo las mantenía a raya. Moses se mostraba indiferente y tranquilo, como si ella no existiera, aunque obedeciendo sus órdenes; Dick, antes tan poco exigente y fácil de contentar, se quejaba ahora continuamente de su mala organización, porque no paraba de reñir al boy con su voz nerviosa y estridente cuando una silla estaba colocada un centímetro más allá de lo debido, y no se daba cuenta de que el techo estaba cubierto de telarañas.

Permanecía ajena a todo, excepto a lo que llamaba su atención inmediata. Su horizonte se reducía a la casa. Los pollos empezaron a morirse y murmuró algo sobre una epidemia hasta que recordó que no les había dado de comer durante una semana. Y, sin embargo, había recorrido los gallineros como de costumbre, con un cesto de cereales en la mano. Guisaron las escuálidas aves muertas y se las comieron. Asustada de sí misma, realizó un esfuerzo para concentrarse en lo que hacía, pero al cabo de poco tiempo volvió a ocurrir lo mismo; no se había percatado de que los abrevaderos estaban vacíos. Las aves yacían sobre la tierra requemada, agonizando por falta de agua. Entonces dejó de preocuparse. Durante semanas vivieron de pollos y gallinas, hasta que los gallineros quedaron vacíos. Los huevos se agotaron, pero no los encargó a la tienda porque costaban demasiado dinero. Su mente estaba en blanco la mayor parte del día: empezaba una frase y se olvidaba de terminarla. Dick se acostumbró a oírla pronunciar tres palabras y en seguida interrumpirse, con la mirada perdida en el vacío. Había olvidado lo que quería decir. Si la animaba a continuar, alzaba la vista, sin verle, y no contestaba. Aquella actitud le molestó porque le impedía protestar por el abandono de la granja avícola, que había supuesto una pequeña, pero regular, fuente de ingresos.

En cambio, todavía reaccionaba en todo lo tocante al criado. Aquella era la única parte de su mente que aún estaba despierta. Como le daba miedo provocar la marcha del boy y, con ella, la ira de Dick, vivía en su imaginación todas las escenas que no se atrevía a representar. Un día la sobresaltó un ruido y cayó en la cuenta de que era ella misma, que hablaba en la sala en un tono bajo e irritado. Estaba soñando que el nativo había olvidado limpiar el dormitorio aquella mañana y ella le llenaba de improperios, usando frases crueles en su propia lengua, que él no habría entendido si de verdad se las hubiera dicho. El sonido de aquella voz baja e incoherente fue tan aterrador como lo fuera la vista de su imagen en el espejo. Se alarmó y salió de su ensimismamiento, horrorizada por la visión de sí misma sentada en un extremo del sofá, hablando sola como una loca.

Se levantó sin ruido y se acercó a la puerta de la cocina para ver si el boy se encontraba allí y podía haberla oído. Y allí estaba, como siempre, apoyado en la pared posterior de la casa; sólo vio un hombre macizo apretado dentro del fino algodón y una mano colgando ociosa, con los dedos doblados contra la palma morena y algo rosada. No se movió. Mary se dijo que no podía haberla oído y apartó de su mente la idea de las dos puertas abiertas. Le evitó durante todo el día, yendo inquieta de una habitación a otra como si hubiera olvidado permanecer inactiva. Lloró toda la tarde, echada sobre la cama, con sollozos desesperados y convulsivos; así que estaba exhausta cuando Dick llegó del trabajo. Pero esta vez él no advirtió nada; agotado a su vez, sólo pensaba en dormir.





Al día siguiente, cuando sacaba los alimentos de la alacena de la cocina (que intentaba mantener siempre cerrada con llave pero que a menudo se quedaba abierta, de ahí que aquel ritual de sacar los alimentos necesarios para el día fuera realmente fútil), Moses, que estaba detrás de ella con la bandeja, le dijo que quería marcharse a finales de mes. Habló en voz baja y directamente, pero con cierta vacilación, como si esperara alguna protesta. Ella ya conocía aquella nota de nerviosismo, porque siempre que un boy se despedía, aunque sentía un gran alivio porque las tensiones creadas entre ella y el criado desaparecerían con su marcha, también se indignaba, como si fuera un insulto dirigido a ella. Nunca dejaba ir a un boy sin largas disputas y recriminaciones. Ahora también abrió la boca para reconvenirle, pero se contuvo; soltó la puerta de la alacena y se sorprendió pensando en la cólera de Dick. No se atrevía a afrontarla; ya no podía soportar las escenas con Dick. Y esta vez no era culpa suya; ¿acaso no había hecho todo lo posible para conservar a este boy, al que odiaba y temía al mismo tiempo? Horrorizada, descubrió que los sollozos volvían a sacudirla, ¡allí, delante del nativo! Impotente y débil, permaneció junto a la mesa, de espaldas a él, sollozando. Durante un rato, ninguno de los dos se movió; entonces él se colocó de modo que pudiera verle la cara y la miró con curiosidad y extrañeza, arqueando las cejas. Ella exclamó al fin, llena de pánico:

– ¡No puedes irte! -Y continuó llorando mientras repetía una y otra vez-: ¡Debes quedarte! ¡Debes quedarte! -Y todo el tiempo la atormentaba la vergüenza y la mortificación de que él la viera llorar.

Un momento después le vio ir hacia el estante donde estaba el filtro de agua y llenar un vaso. La lentitud de sus movimientos la irritó, porque -la comparó con su propia ecuanimidad perdida; y cuando le alargó el vaso, no extendió la mano para cogerlo porque consideró aquel acto una impertinencia de la que debía hacer caso omiso. Pero a pesar de la actitud digna que intentaba asumir, volvió a sollozar.

– No debes irte. -Su voz fue una súplica.

Él acercó el vaso a sus labios, de modo que Mary tuvo que sujetarlo con la mano y, bañadas sus mejillas en lágrimas, bebió un sorbo y le miró suplicante por encima del vaso, viendo con temor renovado en los ojos del nativo una expresión de indulgencia hacia su debilidad.

– Bebe -ordenó el boy, como si hablara a una de sus mujeres; y ella bebió.

Entonces le cogió con cuidado el vaso, lo dejó sobre la mesa y, viendo que ella continuaba aturdida, sin saber que hacer, dijo:

– Madame debe acostarse en la cama.

Ella no se movió. El boy alargó la mano de mala gana, reacio a tocarla, a rozar a la sacrosanta mujer blanca, y la empujó por el hombro, de modo que Mary se sintió suavemente impelida hacia el dormitorio. Era como una pesadilla en la que uno es impotente contra el horror; el roce de la mano negra sobre su hombro le daba náuseas; jamás, ni una sola vez en toda su vida, había tocado la carne de un nativo. Cuando se acercaron al lecho, con aquel suave contacto todavía en su hombro, sintió que la cabeza le daba vueltas y los huesos no la sostenían.

– Madame debe echarse -repitió él, con voz amable esta vez, casi paternal. Cuando ella se hubo sentado en el borde de la cama, hizo una ligera presión con la mano sobre el hombro para acostarla. Seguidamente descolgó el abrigo de la puerta y lo colocó sobre sus pies. Entonces salió y el horror se fue desvaneciendo; aturdida y silenciosa, Mary permaneció echada, incapaz de considerar las implicaciones del incidente.

Al cabo de un rato se durmió y no se despertó hasta el crepúsculo. Vio tras el cuadrado de la ventana un cielo surcado por azules nubarrones de tormenta e iluminado por el sol poniente, que era de color naranja. Durante unos segundos no pudo recordar lo ocurrido; pero en cuanto lo hizo, el temor volvió a atenazarla, un temor horrible y tenebroso. Se volvió a ver llorando, incapaz de detenerse; bebiendo por orden de aquel negro; siendo empujada por él hasta la cama, acostada y cubierta con el abrigo, que había arremetido en torno a sus piernas. Hundió la cara en la almohada, llena de asco, gimiendo en voz alta como si se hubiera revolcado entre excrementos. Y en su tormento volvió a oír su voz, firme y bondadosa, dándole órdenes como un padre.