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Capítulo séptimo

Era un junio espléndido, brillante, fresco y sin nubes, la estación del año que más gustaba a Mary: cálida durante el día, pero con cierto frescor en el aire y faltando aún varios meses para que el humo de los fuegos del veld se convirtiera en una bruma sulfurosa que atenuaba los colores de los chaparrales. El aire fresco le devolvía algo de su vitalidad; estaba cansada, sí, pero no era insoportable; se agarraba a los meses fríos como a un escudo que mantuviera a raya al temido letargo del calor que vendría después.

A primera hora de la mañana, cuando Dick se había ido a los campos, paseaba con lentitud por el espacio arenoso de delante de la casa, mirando hacia la alta bóveda azul, fresca como cristales de hielo, de un maravilloso azul claro jamás interrumpido por una sola nube durante meses y meses. El frío de la noche persistía aún en la tierra. Se agachaba para tocarla y tocaba también el tosco ladrillo de la casa, fresco y húmedo al tacto. Más tarde, cuando empezaba a hacer calor y el sol parecía ardiente como en verano, salía a la parte delantera y permanecía bajo un árbol al borde del claro (sin adentrarse nunca en la espesura, que le daba miedo) para refrescarse en su densa sombra. Las gruesas hojas color de aceituna dejaban entre sí rendijas de azul claro y el viento era frío y penetrante. Y luego, de pronto, todo el cielo bajaba como una tupida manta gris y durante unos días reinaba un mundo diferente, salpicado por una lluvia fina, y hacía verdadero frío; tanto, que debía ponerse un suéter y disfrutaba de la sensación de tiritar dentro de él. Pero aquello nunca duraba mucho. Daba la impresión de que en media hora la pesada cortina gris se adelgazaba, dejando transparentar el azul, y el cielo parecía subir, abandonando en el aire capas de nubes medio disueltas y, súbitamente, el cielo volvía a ser alto y azul y los celajes grises habían desaparecido. El sol lucía y deslumbraba, pero no ocultaba ninguna amenaza;.no era el sol de octubre, que minaba con insidia las fuerzas. Había un estímulo en el aire, una incitación y Mary se sentía curada… o casi. Volvía a ser casi la de antes, enérgica y emprendedora, pero cierta cautela en el rostro y en los movimientos indicaba que no había olvidado el regreso del calor. Se entregaba con ternura a aquellos milagrosos tres meses de invierno, cuando el país estaba purificado por el frío. Incluso el veld parecía diferente, encendido durante unas semanas en llamas rojas, doradas y bermejas, antes de que los árboles se convirtieran en sólidas masas de follaje verde. Fue como si aquel invierno hubiera sido enviado especialmente para ella, para inyectarle un chorro de vitalidad, para salvarla de su indefensa apatía. Era su invierno; así lo sentía Mary. Dick lo advirtió; era atento y solícito con ella desde su fuga; porque su regreso le había unido a ella con un vínculo de eterna gratitud. Si hubiera sido un hombre rencoroso, la habría odiado por utilizar un método tan fácil para dominarle, la clase de truco que usan las mujeres para derrotar a los hombres. Pero ni siquiera se le ocurrió. Y, después de todo, la escapada había sido bien espontánea, aunque obtuvo los resultados que habría previsto cualquier mujer calculadora. Era comprensivo y tolerante, reprimía sus arrebatos de cólera y le satisfacía verle cobrar nueva vida, moverse por la casa con más ímpetu y expresar en el rostro una suavidad casi patética, como si se aferrara a un amigo de quien supiera que iba a abandonarla. Incluso le pidió de nuevo que bajara con él a los campos; sentía la necesidad de estar cerca de ella porque abrigaba el temor secreto de que un día volviera a desaparecer mientras él estaba ausente. Porque aunque su matrimonio no funcionaba y no existía una comprensión real entre ambos, se había acostumbrado a la doble soledad en que se transforma cualquier matrimonio, incluso los malos. No podía imaginar volver a una casa donde no estuviera Mary. Incluso sus cóleras contra los criados se le antojaron, durante aquel breve período, una buena señal; estaba agradecido por la vitalidad renovada que se manifestaba en una mayor energía contra los defectos y la holgazanería del boy

Pero se negaba a ayudarle en la granja, y le parecía una crueldad que se lo sugiriera. Allí arriba, en la altiplanicie, incluso con el montón de riscos detrás de la casa, que bloqueaba el paso de los vientos, hacía fresco en comparación con los campos encerrados entre muros de roca y árboles. ¡Allí abajo ni siquiera se sabía cuando era invierno! Incluso ahora, al mirar hacia la depresión, podía verse el calor en oleadas reflectantes sobre terreno y construcciones. No, prefería quedarse donde estaba; no bajaría con él. Dick lo aceptaba, zaherido y humillado como siempre; pero, aun así, más feliz de lo que había sido durante mucho tiempo. Le gustaba contemplarla por la noche, sentada en el sofá con los brazos cruzados, abrigada con el suéter y temblando alegremente de frío, porque aquellas noches el tejado crujía y crepitaba como mil cohetes a causa del brusco cambio entre el ardiente sol del día y las heladas nocturnas. Solía observarla cuando extendía la mano para tocar el hierro gélido del tejado y se sentía impotente y afligido ante aquella muda confesión de lo mucho que odiaba los meses de estío. Incluso empezó a pensar en instalar techos. Sacó en secreto los libros-de contabilidad y calculó cuánto le costarían. Pero la última temporada había sido mala para él; y su impulso de protegerla contra lo que más temía terminó en su suspiro y la decisión de esperar al año próximo, cuando las cosas tal vez fueran mejor.

En una ocasión bajó con él a los campos. Fue cuando le dijo que había helado. Una mañana, antes del amanecer, se detuvo en medio del terreno pantanoso, riendo de alegría al verlo todo cubierto por una película blanca.

– ¡Escarcha! -exclamó-. ¡Quién lo hubiera creído, en este lugar tórrido y desolado!





Recogió un puñado de escarcha y la frotó entre las manos azuladas, invitándole a él a hacer lo propio, compartiendo aquel momento de deleite. Avanzaban con lentitud hacia una relación nueva; estaban más cerca que nunca. Pero fue entonces cuando él cayó enfermo y la nueva ternura que nacía entre ellos y que podría haber crecido hasta adquirir la fuerza suficiente para salvarlos, no era aún lo bastante fuerte para sobrevivir a aquel contratiempo.

Para empezar, Dick no había estado nunca enfermo, a pesar de haber vivido tanto tiempo en un distrito donde la malaria era común. Quizá la había llevado en la sangre durante años sin saberlo. Todas las noches tomaba quinina durante la estación lluviosa, pero no cuando hacía frío. Según él, en alguna parte de la granja debía haber un tronco de árbol lleno de agua estancada, en un lugar lo bastante cálido para que los mosquitos se reprodujeran; o tal vez una vieja lata oxidada en un rincón sombreado donde el sol no pudiera llegar para evaporar el agua. En cualquier caso, semanas después de que fuera lógico esperar un acceso de fiebre, Mary vio a Dick llegar de los campos una tarde, pálido y tembloroso. Le ofreció quinina y aspirina, que él tomó antes de desplomarse sobre la cama, sin probar bocado. Al día siguiente, enfadado consigo mismo y negándose a creer •que estaba enfermo, salió a trabajar como de costumbre, con una gruesa chaqueta de cuero como fútil profilaxis contra los violentos temblores. A, las diez de la mañana, con el sudor dé la fiebre bañándole la cara y el cuello y empapando su camisa, trepó a rastras la colina y se acostó entre mantas, ya medio inconsciente.

Fue un ataque agudo y como no estaba acostumbrado a guardar cama, era un enfermo quejumbroso y difícil. Mary envió una carta a la señora Slatter -aunque detestaba pedirle favores- y horas después Charlie acompañó al médico en su coche; había viajado cuarenta y cinco kilómetros para recogerle. El médico hizo las recomendaciones habituales y, cuando hubo terminado con Dick, dijo a Mary que la casa era peligrosa tal como estaba y debían instalarse mosquiteras. Además, añadió, había que cortar al menos cien metros de matorrales en torno a la casa. El tejado debía ser revestido sin pérdida de tiempo, de lo contrario existía el peligro de que ambos sufrieran una grave insolación. Observó a Mary con mirada penetrante y la informó de que estaba anémica, exhausta y con los nervios de punta y debía pasar cuanto antes tres meses en la costa. Entonces se fue, mientras Mary se.quedaba en la veranda y miraba alejarse el coche con una torva sonrisa. Pensaba, llena de odio, que a los profesionales ricos les resultaba muy fácil hablar. Detestaba a aquel médico, con su tranquila forma de quitar importancia a sus dificultades; cuando ella le había replicado que no podían permitirse el lujo de unas vacaciones, él había exclamado bruscamente: «¡Tonterías! ¿Puede permitirse el lujo de estar realmente enferma?» Y preguntado después cuánto tiempo hacía que no visitaba la costa. ¡No había visto nunca el mar! Sin embargo, el médico comprendió su situación mejor de lo que imaginaba, porque la factura que esperaba con temor no llegó. Al cabo de un tiempo escribió para preguntar cuánto le debía y la respuesta fue: «Pagúeme cuando puedan permitírselo.» El orgullo frustrado la atormentó, pero tuvo que tragárselo; era cierto que no tenían dinero para pagarle.

La señora Slatter envió a Dick un saco de fruta cítrica de su huerto y ofreció su ayuda repetidas veces. Mary agradecía su presencia a sólo siete kilómetros de distancia, pero prefería no llamarla salvo en un caso urgente. Escribió una de sus secas notas para agradecerle la fruta y comunicarle que Dick estaba mejor. Pero no era cierto. Dick seguía en cama, con todo el terror impotente de una persona enferma por primera vez, vuelto de cara a la pared y con una manta cubriéndole la cabeza. «¡Igual que un negro!», exclamó Mary, llena de desprecio por su cobardía; había visto a nativos enfermos yacer de aquel mismo modo, en una especie de apatía estoica. Pero de vez en cuando, Dick se despertaba y preguntaba por los campos. Aprovechaba todos sus momentos de lucidez para preocuparse de las cosas que dejarían de funcionar sin su supervisión. Mary le cuidó como a un niño durante una semana, concienzudamente, pero con impaciencia al verle tan amedrentado. Cuando la fiebre remitió, quedó deprimido y débil, apenas capaz de incorporarse, y después empezó a dar vueltas y a demostrar una gran inquietud por el trabajo de la granja.

Mary vio que deseaba enviarla a la llanura para que vigilara la marcha de los campos, pero que se resistía a sugerirlo. Durante unos días no respondió a la súplica patente en su rostro debilitado y lastimero; sin embargo, al comprender que se levantaría de la cama antes de estar restablecido, dijo que bajaría.