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Capítulo sexto

Un día Mary cogió del mostrador de la tienda un folleto sobre apicultura y se lo llevó a su casa, ambas cosas por casualidad; pero aunque no lo hubiera cogido, no cabe duda de que habría ocurrido lo mismo. Pero fue aquella casualidad lo que le descubrió el verdadero carácter de Dick; como también las palabras que oyó aquel mismo día.

Casi nunca iban a la estación, que se hallaba a diez kilómetros de distancia; enviaban dos veces por semana a un nativo que recogía los víveres y la correspondencia. Salía hacia las diez de la mañana con un saco de azúcar vacío colgado del hombro y volvía al atardecer con el saco repleto, derramando sangre del paquete de carne. Pero un nativo, aunque dotado por la naturaleza con la capacidad de andar largas distancias sin sentir fatiga, no puede cargar con sacas de harina y mazorcas de maíz, de ahí que una vez al mes hicieran el viaje en coche.

Mary había hecho su pedido y visto cómo cargaban las cosas en la furgoneta y ahora esperaba en la larga veranda de la tienda, entre sacos y cajas de embalaje, a que saliera Dick, una vez terminados sus encargos. Cuando salió, un hombre desconocido para ella le detuvo y le interpeló:

– Qué, Jonás, supongo que este año también se te ha inundado la granja, ¿no?

Mary se volvió en redondo a mirar; unos años antes le habría pasado desapercibido el matiz de desprecio de la voz perezosa e insolente. Dick sonrió y contestó en seguida:

– Este año ha llovido a mi gusto y las cosas no van tan mal.

– Conque ha cambiado tu suerte, ¿eh?

– Eso parece.

Dick fue hacia ella sin sonreír, con el semblante crispado.

– ¿Quién era? -preguntó Mary.

– Me prestó doscientas libras hace tres años, justo después de casarnos.

– No me lo habías dicho.

– No quería preocuparte.

Tras una pausa, siguió inquiriendo ella:

– ¿Se las has devuelto?

– Sólo faltan cincuenta libras.

– ¿El año próximo, supongo? -La voz de Mary era demasiado suave, excesivamente considerada.

– Con un poco de suerte, sí.





Vio en el rostro de Dick aquella sonrisa extraña que más bien era una mueca que una sonrisa: una mezcla de autocrítica, lucidez y frustración. Detestaba verla.

Terminaron lo que tenían que hacer: recoger la correspondencia en correos y comprar la carne de la semana. Mientras caminaban por el barro seco, del que no desaparecían los charcos durante toda la estación lluviosa, Mary, protegiéndose los ojos con la mano, se abstuvo de mirar a Dick e hizo animadas observaciones en un tono tenso. Él intentó responder en el mismo tono, que era tan extraño en ambos que aumentó la tensión existente entre los dos. Cuando volvieron a la veranda de la tienda, rebosante de canastas y sacos, Dick tropezó con el pedal de una bicicleta y empezó a maldecir con desproporcionada violencia. La gente se volvió a mirar y Mary siguió caminando, ruborizada. En un silencio total subieron al coche, cruzaron la vía férrea y, después de pasar por correos, tomaron el camino de su casa. Mary aún tenía en la mano el folleto sobre apicultura. Lo había cogido del mostrador porque casi todos los días oía a la hora del almuerzo un retumbante zumbido sobre la casa y Dick le había dicho que era un enjambre de abejas. Mary pensó que podía hacer algún dinero con las abejas. Pero el folleto estaba escrito para las condiciones climáticas inglesas y no le servía de mucho. Lo usó como abanico, para espantar a las moscas que zumbaban en torno a su cabeza y se concentraban después en el techo de lona; habían entrado cuando subieron a la furgoneta con el paquete de carne. Pensó con inquietud en el desdén latente en la voz de aquel hombre, que contradecía todas sus ideas anteriores sobre Dick. Ni siquiera era desdén, sino más bien ironía. Su propia actitud hacia él era fundamentalmente de desprecio, pero sólo hacia su condición de hombre; como hombre hacía caso omiso de él, no le interesaba en absoluto. Pero le respetaba como agricultor; respetaba su implacable actividad, su entrega al trabajo. Creía que pasaba por un necesario período de lucha antes de alcanzar la moderada prosperidad de que gozaban la mayoría de granjeros. En lo relativo a su trabajo, los sentimientos de Mary hacia él eran de admiración, incluso de afecto.

Ella, que antes no profundizaba nunca, ni advertía la inflexión de una frase o una mirada que estuviese en contradicción con lo que se decía, pasó la hora de viaje hasta su casa reflexionando sobre, las implicaciones de la ironía de aquel hombre al dirigirse a Dick. Se preguntó por primera vez si se habría estado engañando. Miraba de reojo a Dick, reprochándose a sí misma no haber notado antes detalles que ahora veía con claridad. Sus manos delgadas, requemadas por el sol, no dejaban de temblar mientras conducía el coche, aunque el temblor fuera casi imperceptible. Se le antojó un signo de debilidad. Los labios estaban demasiado apretados. Iba inclinado hacia delante, agarrado al volante de la furgoneta, oteando el estrecho camino entre los chaparrales como si quisiera vislumbrar su propio futuro.

De regreso en la casa, tiró el folleto sobre la mesa y fue a desempaquetar los víveres. Cuando volvió, Dick estaba absorto en el folleto y no la oyó dirigirle la palabra. Ya se había acostumbrado a aquel ensimismamiento cuando le hablaba; a veces pasaba toda una comida en silencio, sin saber qué comía, dejando el tenedor y el cuchillo antes de vaciar el plato, pensando en algún problema de la granja con el ceño fruncido. Mary había aprendido a no molestarle en tales ocasiones. Se refugiaba en los propios pensamientos o se sumía en su habitual estado de apática indiferencia. A veces pasaban días enteros sin hablarse apenas.

Después de cenar, en vez de ir a acostarse como siempre a las ocho, Dick continuó sentado bajo la lámpara, que oscilaba suavemente y olía a parafina, y empezó a hacer cálculos sobre una hoja de papel. Ella se sentó a observarle, con las manos cruzadas en la falda, su posición característica en los últimos tiempos; permanecía inmóvil hasta que algo la obligaba a moverse. Al cabo de una hora, más o menos, Dick apartó de sí los trozos de papel y se subió los pantalones con un movimiento alegre y juvenil que no le había visto nunca.

– ¿Qué opinas de las abejas, Mary?

– No sé nada de ellas. No es mala idea.

– Mañana iré a ver a Charlie. Su cuñado se dedicó a la apicultura en el Transvaal, según me contó en una ocasión. -Hablaba con una energía nueva; parecía más animado.

– Pero este libro se refiere a Inglaterra -objetó Mary, vacilante. Le parecía una base muy frágil para semejante cambio en él; frágil incluso para una afición como las abejas.

Pero al día siguiente, después del desayuno, Dick se fue a ver a Charlie Slatter. Regresó de mal talante, con el ceño fruncido pero silbando jovialmente. A Mary le impresionó aquel silbido; quizá porque le resultaba tan familiar. Era un truco suyo; hundía las manos en los bolsillos, como un niño, y silbaba con patético desafío cuando ella perdía la paciencia o le increpaba respecto a la casa o la incomodidad del sistema de conducción del agua. Siempre la irritaba sobremanera que no fuera capaz de hacerle frente y discutir cara a cara.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó.

– Ha puesto toda clase de inconvenientes, pero el hecho de que su hermano fracasara no quiere decir que a mí haya de ocurrirme lo mismo.

Se marchó a los campos, dirigiéndose instintivamente a la plantación de árboles; eran varias hectáreas de su mejor terreno, en el que había plantado árboles gomíferos dos años atrás. Se trataba de la plantación que tanto irritaba a Charlie Slatter, quizá por un inconsciente sentimiento de culpabilidad porque él nunca devolvía a la tierra lo que tomaba de ella.

Dick solía permanecer largo rato al borde de la plantación, observando cómo soplaba el viento sobre las copas de los jóvenes y brillantes árboles, que se mecían, inclinaban y agitaban sin interrupción. Los había plantado, al parecer, obedeciendo a un impulso, pero en realidad era la realización de un antiguo sueño. Varios años antes de que comprase la granja, una compañía minera había talado todos los árboles del terreno, dejando sólo la hierba y los matorrales. Los árboles ya volvían a crecer, pero en las mil y pico de hectáreas no se veía ni uno solo que no fuera el producto enano y feo de un tronco mutilado. No quedaba un solo árbol sano en la granja. No era mucho plantar cuarenta hectáreas de árboles jóvenes que llegarían a ser gigantes de troncos blancos y rectos; la retribución era escasa, pero se trataba de su rincón favorito. Cuando se sentía más deprimido de lo normal o se había peleado con Mary o quería pensar con claridad, iba a contemplar sus árboles; o paseaba por las largas hileras, entre las ramas jóvenes y gráciles cuyas hojas delicadas y brillantes relucían como monedas. Aquel día reflexionó sobre las abejas hasta que, ya muy tarde, cayó en la cuenta de que no había vigilado el trabajo de la granja y, con un suspiro, dejó la plantación y fue a reunirse con los peones.

Durante el almuerzo no dijo una sola palabra. Estaba obsesionado con las abejas. Por fin explicó a Mary que esperaba ganar más de doscientas libras al año. Aquello la sobresaltó, pues había imaginado que sólo pensaba en unas cuantas colmenas, como una afición lucrativa. Pero era inútil discutir con él; no se puede discutir con cifras y sus cálculos probaban de modo irrefutable que aquellas doscientas libras eran una ganancia segura. Además, ¿qué podía decirle? No tenía experiencia en aquel negocio; sólo desconfiaba por instinto.

Durante más de un mes Dick estuvo absorto en su hermoso ensueño de ricos panales y grandes enjambres de abejas productoras. Construyó veinte colmenas con sus propias manos y plantó media hectárea de una clase especial de hierba junto al lugar destinado a ellas.

Apartó a algunos peones de su trabajo habitual para enviarles al veld en busca de enjambres de abejas y pasó horas todas las tardes, a la dorada luz del crepúsculo, ahuyentando a los enjambres con humo para atrapar a la abeja reina. Le habían dicho que aquel método era el mejor. Sin embargo, muchas abejas murieron y no encontró a las reinas. Entonces empezó a distribuir colmenas por todo el veld cerca de los enjambres que había conseguido localizar, esperando tentarlos, pero ni una sola abeja se aproximó a sus colmenas; tal vez porque eran africanas y no les gustaban las colmenas hechas al estilo inglés. ¿Quién sabe? Desde luego, Dick no lo sabía. Por fin un enjambre se instaló en una colmena, pero no se pueden ganar doscientas libras al año con un solo enjambre. Un día picaron a Dick y por lo visto el veneno le curó de su obsesión. Mary presenció el fin de su ensimismamiento con asombro e incluso con ira, porque había malgastado semanas enteras de tiempo y un montón de dinero._Ello no obstante, su interés por las abejas desapareció de la noche a la mañana. En realidad, la alivió verle reanudar el trabajo normal en los campos; había sido una locura pasajera durante la cual se portó como una persona totalmente distinta.