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– ¿Tú crees?

– De todos modos, ha perdido mucho. El otro día la vi por la calle y apenas la reconocí. ¡De verdad! Con todos esos juegos, tiene la piel como pergamino y está demasiado flaca.

– Pero es una buena chica.

– Que no despertará ninguna pasión, te lo aseguro.

– Sería una buena esposa para el hombre apropiado. Mary es una persona fiel.

– Debería casarse con alguien mucho mayor que ella; le convendría un cincuentón… Ya verás, uno de estos días se casará con un hombre que podría ser su padre.

– ¡Quién sabe!

Otra risita ahogada, sin mala intención, pero que sonó cruel y maliciosa en los oídos de Mary. Estaba aturdida y horrorizada, y sobre todo profundamente dolida de que sus amigas hablaran así de ella a sus espaldas. Era tan ingenua, se olvidaba hasta tal punto de sí misma en sus relaciones con los demás, que nunca habría imaginado que la gente pudiera hacer aquella clase de comentarios sobre ella. ¡Y qué comentarios! Permaneció donde estaba, llena de angustia, retorciéndose las manos. Luego se sobrepuso y volvió a la habitación para reunirse con sus traidoras amigas, que la saludaron con cordialidad, como si un momento antes no le hubieran clavado un cuchillo en el corazón y dado al traste con su equilibrio emocional; ¡no podía reconocerse a sí misma en la descripción que habían hecho de ella!

Aquel pequeño incidente, al parecer tan poco importante y que no habría causado ningún efecto en una persona que tuviera una idea, aunque fuese mínima, de la clase de mundo en que vivía, conmocionó a Mary. Ella, que no había tenido nunca tiempo de pensar en sí misma, empezó a pasar horas enteras encerrada en su habitación, preguntándose: «¿Por qué dijeron aquellas cosas? ¿Qué me ocurre? ¿A qué se referían al decir que no estoy hecha para eso?» Y espiaba, implorante, los rostros de sus amigas para ver si encontraba trazas de su condena. Todavía se sentía más confusa y desgraciada al comprobar que seguían igual, que la trataban con la misma afabilidad de siempre. Empezó a sospechar dobles sentidos donde no existían y a encontrar malicia en las miradas de las personas que sólo sentían afecto hacia ella.

Mientras repasaba las palabras oídas por casualidad, se le ocurrieron maneras de mejorar su imagen. Se quitó la cinta del pelo, de mala gana, porque pensaba que la favorecía una aureola de rizos enmarcando su rostro largo y delgado, y se compró trajes sastre con los que se sentía a disgusto, porque consideraba más apropiados para ella los vestidos vaporosos y las faldas infantiles. Y por primera vez-en su vida se sintió incómoda con los hombres. Al desvanecerse un pequeño fondo de desprecio hacia ellos, del que no era

consciente y que la había protegido del sexo con la misma efectividad que si hubiera sido realmente fea, perdió el equilibrio. Y empezó a buscar a alguien con quien casarse. No se lo formuló con estas palabras pero, al fin y al cabo, era

un ser eminentemente sociable, aunque nunca había pensado en la «sociedad» como abstracción; y si sus amigas pensaban que debía casarse, tal vez les asistía un poco de razón. Si hubiese aprendido alguna vez a expresar sus sentimientos, quizá se lo habría planteado de aquel modo. Y el primer hombre al que permitió acercarse a ella era un viudo de cincuenta y cinco años con hijos ya mayores, porque con él se sentía segura… porque no asociaba ardores y abrazos con un caballero de mediana edad cuya actitud hacia ella era casi paternal.

Él sabía perfectamente lo que quería: una compañera agradable, una madre para sus hijos y alguien que le llevara la casa. Descubrió que Mary era una buena amiga y bondadosa con los niños. En realidad, nada podía ser más apropiado; puesto que al parecer tenía que casarse, aquélla era la clase de matrimonio que más le convenía. Pero las cosas se torcieron. Él sobrevaloró la experiencia de ella; tenía la impresión de que una mujer independiente desde hacía tanto tiempo sabría lo que quería y comprendería lo que él podía ofrecerle. Se estableció entre ambos una relación que fue diáfana para los dos hasta que él la pidió en matrimonio, fue aceptado y empezó a hacerle el amor. Entonces la dominó una violenta repugnancia y echó a correr; estaban en la cómoda sala de estar de él y, cuando empezó a besarla, salió corriendo de la casa ya de noche y no dejó de correr por las calles hasta que llegó al club. Allí se tiró sobre la cama, deshecha en llanto. Los sentimientos del caballero no se turbaron ante aquella clase de ñoñez, que un hombre más joven, Físicamente enamorado de ella, podría haber encontrado encantadora. A la mañana siguiente, se horrorizó de su conducta. Vaya modo de comportarse; ella, que siempre era dueña de sí misma y nada temía más que las escenas y la ambigüedad. Se disculpó ante él, pero allí terminó todo.





Y entonces quedó desconcertada, sin saber lo que le convenía. Tenía la impresión de que había huido de él porque era «un viejo»; así catalogó el asunto en su imaginación. Se estremeció y evitó en lo sucesivo a los hombres mayores de treinta años. Ella misma sobrepasaba ya aquella edad, pero a pesar de todo seguía considerándose una chica joven.

Y todo el tiempo, inconscientemente, sin confesárselo a sí misma, buscaba un marido.

Durante aquellos pocos meses anteriores a su matrimonio, la gente habló de ella de una forma que la habría apenado, si lo hubiera sabido. Parece cruel que Mary, cuya caridad para con los fracasos y escándalos ajenos era resultado de una aversión i

La encontraban muy cambiada, aburrida y más fea; el cutis se le había ajado, como si estuviera a punto de caer enferma; era evidente que sufría una crisis nerviosa, lo cual no era de extrañar a su edad y con la vida que llevaba; buscaba a un hombre y no podía conseguirlo. Además, sus modales eran tan extraños últimamente… Así hablaban de ella sus conocidos.

Es terrible destruir la imagen que una persona tiene de sí misma en aras de la verdad o cualquier otra abstracción. ¿Cómo saber si será capaz de crear otra que le permita seguir viviendo? La idea que Mary tenía de sí misma había sido destruida y no estaba equipada para crear otra. No podía existir sin aquella amistad casual e impersonal con otras personas; y ahora tenía la impresión de que la miraban con piedad y también con un poco de impaciencia, como si después de todo fuese una mujer realmente fútil. Se sentía como nunca se había sentido: hueca por dentro, vacía, y en aquella vaciedad irrumpía de vez en cuando un enorme pánico, como si no hubiera nada en el mundo a lo que pudiera agarrarse. Le daba miedo tratarse con los demás y, sobre todo, con los hombres. Si uno la besaba (y lo hacían, intuyendo su estado de ánimo), sentía asco; por otra parte, iba al cine con más frecuencia que nunca y salía inquieta y febril. No parecía existir ninguna conexión entre el deformado espejo de la pantalla y su propia vida; era imposible armonizar lo que quería para sí misma con lo que se le ofrecía.

A la edad de treinta años, aquella mujer que había recibido una «buena» educación pública, llevado una vida cómoda, divirtiéndose de un modo civilizado, y tenido acceso a todos los conocimientos de su época (aunque sólo leía novelas malas), sabía tan poco sobre sí misma que había perdido el equilibrio porque un par de mujeres chismosas habían dicho que debería casarse.

Entonces conoció a Dick Turner. Podría haber sido cualquier otro. O, mejor dicho, tenía que ser el primer hombre que la tratara como si fuese única y maravillosa. Lo necesitaba con urgencia, necesitaba recuperar su sentimiento de superioridad sobre los hombres que, en el fondo, había sido lo que realmente la había ayudado a vivir durante todos aquellos años.

Se conocieron por casualidad en un cine. Él había ido a pasar el día desde su granja; iba muy raramente a la ciudad, sólo cuando tenía que comprar artículos que no encontraba en la tienda local, lo que sucedía una o dos veces al año. En aquella ocasión encontró a un hombre a quien no veía desde hacía años y que le convenció para que se quedara en la ciudad y fuera al cine. Casi le divirtió acceder; todo parecía muy ajeno a su estilo de vida. Su camioneta, llena a rebosar de sacos de grano y dos gradas, estaba aparcada frente al cine, donde estorbaba y se veía muy fuera de lugar; y Mary miró hacia atrás a aquellos objetos poco familiares y sonrió. No pudo por menos de sonreír al verlos; amaba la ciudad, se sentía segura en ella y asociaba el campo con su infancia a causa de las pequeñas aldeas donde había vivido, rodeadas de kilómetros y kilómetros de vacío… kilómetros y kilómetros de veld.

A Dick Turner le desagradaba la ciudad. Cuando iba desde el veld que conocía tan bien, a través de aquellos feos y dilatados suburbios que parecían salidos de los catálogos de nuevas urbanizaciones; casas pequeñas y feas construidas de cualquier modo en el veld, sin ninguna relación con la marrón y dura tierra africana y el cielo azul y abovedado, casitas cómodas adecuadas para países pequeños y cómodos; y después desembocaba en la parte comercial de la ciudad, con sus tiendas llenas de prendas de vestir para mujeres elegantes y exóticos alimentos de importación, se sentía molesto, confuso y enfurecido.

Padecía claustrofobia. Quería echar a correr… huir o destrozarlo todo, así que volvía lo antes posible a su granja, donde se encontraba a gusto.

Pero hay miles de personas en África que podrían ser trasladadas de su suburbio y depositadas en una ciudad.del otro confín del mundo sin que apenas notaran la diferencia. El suburbio es tan invencible y fatal como las fábricas y ni siquiera la hermosa Sudáfrica, cuya tierra parece profanada por los remilgados suburbios que reptan por su superficie como una enfermedad, ha podido salvarse de ellos. Cuando Dick Turner los veía y pensaba en el modo de vivir de sus habitantes y en cómo la cauta mente suburbana estaba arruinando a su país, deseaba maldecir, destrozar y asesinar. No podía soportarlo. No expresaba aquellos sentimientos con palabras porque, viviendo como él vivía, todo el día en contacto con la tierra, había perdido el hábito de hilvanar frases. Pero se trataba de sus sentimientos más fuertes. Habría sido capaz de matar a los banqueros, financieros, magnates y funcionarios… a todos aquellos que construían casitas cómodas con jardines rodeados de setos y llenos de flores, con preferencia inglesas.