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– ¡Quieta! -exclamó Jane, y después se obligó a hablar con voz tranquila-. No hagas eso. Acércate. No te pasará nada.

Ellis le habló desde el otro lado del recodo.

– No hables -contestó ella en un tono de voz muy suave-. Maggie está asustada. Quédate donde estás. -Estaba terriblemente consciente de que Ellis llevaba en brazos a Chantal. Continuó murmurándole palabras tranquilizadoras a la yegua mientras se le acercaba lentamente. El animal la miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y el aliento surgía como humo de sus belfos. Cuando tuvo las riendas al alcance de la mano, Jane estiró el brazo para apoderarse de ellas.

La yegua dio un cabezazo, retrocedió, resbaló y perdió el equilibrio.

Cuando el animal echó atrás la cabeza, Jane consiguió apoderarse de las riendas, pero Maggie resbaló, cayó hacia la derecha, las riendas volaron de las manos de Jane y, ante su indescriptible horror, el caballo se deslizó lentamente sobre el lomo hasta el borde del saliente y cayó al abismo, relinchando de terror.

En ese momento apareció Ellis.

– ¡Cállate! -gritó. Y entonces Jane se dio cuenta de que estaba gritando. Cerró la boca de repente. Ellis se arrodilló y miró por el borde del precipicio, sin dejar de sujetar a Chantal a quien llevaba debajo del abrigo. Jane controló su histeria y se arrodilló a su lado.

Esperaba ver el cadáver de la yegua cubierto de nieve, cientos de metros más abajo. En realidad el animal se había detenido en otro saliente a sólo un metro y medio de distancia y permanecía tumbada de lado, con las patas extendidas sobre el abismo.

– ¡Todavía está viva! -exclamó Jane-. ¡Gracias a Dios!

– Y nuestros abastecimientos siguen intactos -agregó Ellis con muy poco sentimentalismo.

– Pero, ¿cómo conseguiremos volver a subirla hasta aquí?

Ellis la miró y no contestó.

Jane comprendió que les resultaría completamente imposible volver a subir a la yegua al sendero.

– ¡Pero no podemos dejarla allí para que muera congelada! exclamó Jane.

– Lo siento -dijo Ellis.

– ¡Oh, Dios, esto es intolerable!

Ellis se abrió el abrigo y descolgó el cabestrillo en que llevaba a Chantal. Jane se hizo cargo de ella y la colocó dentro de su propia chaqueta.

– Ante todo, buscaré comida -informó Ellis.

Se tumbó boca abajo a lo largo del borde del saliente y después dejó caer las piernas. La nieve suelta se desparramó sobre el animal postrado. Ellis fue bajando muy lentamente, mientras con los pies iba buscando el saliente inferior. Al tocar suelo firme, se soltó del saliente superior y giró lentamente sobre sí mismo.

Jane lo observaba, petríficada. Entre el borde del risco y el cuerpo de la yegua no había lugar suficiente para que Ellis apoyara ambos pies a la vez, tenía que apoyarse en un pie y después en el otro, como una de esas figuras de los antiguos murales egipcios. Dobló las rodillas y siempre con gran lentitud se puso en cuclillas y estiró la mano para aferrar el complejo nudo de tiras de cuero que sostenían la bolsa de las raciones de emergencia.

En ese momento, la yegua decidió levantarse.

Dobló las manos y de alguna manera logró ponerlas debajo de sus cuartos delanteros, después con ese movimiento serpenteante tan familiar de los caballos al ponerse en pie, levantó su cuarto trasero y trató de volver a apoyar las patas sobre el saliente.

Casi lo consiguió.

Cuando le resbalaron las patas, perdió el equilibrio y su grupa cayó hacia un costado. Ellis aferró la bolsa de comida. La yegua fue resbalándose, centímetro a centímetro, sin dejar de patear y de luchar. Jane estaba aterrorizada ante la posibilidad de que pudiera llegar a lastimar a Ellis. Inexorablemente, el animal fue resbalando por el borde. Ellis le pegó un tirón a la bolsa que contenía la comida, sin tratar ya de salvar al animal, sino abrigando sólo la esperanza de que se rompieran las tiras de cuero para poder quedarse así con los alimentos. Se le veía tan decidido que Jane temió que permitiría que el caballo lo arrastrara con su caída. El animal empezó a deslizarse con más rapidez, arrastrando a Ellis hasta el borde. En el último minuto, él soltó la bolsa con un grito de frustración y, lanzando un relincho que más bien parecía un aullido, la yegua cayó, girando y volviendo a girar sobre sí misma en el vacío, llevándose consigo toda la comida, los medicamentos, el saco de dormir y el pañal extra de Chantal.

Jane estalló en sollozos.

Pocos instantes después Ellis trepó al saliente y estuvo a su lado. La abrazó y se arrodilló junto a ella durante algunos instantes, mientras Jane lloraba por la yegua, por las provisiones, por sus piernas doloridas y por sus pies helados. Después él se puso en pie, y con suavidad la ayudó a levantarse.

– No debemos detenernos -dijo.

– Pero, ¿cómo vamos a seguir? -preguntó ella-. No tenemos qué comer, no podemos hervir agua, hemos perdido la bolsa de dormir, los medicamentos…

– Pero nos tenemos el uno al otro -interrumpió él.

Ella lo abrazó con fuerza al recordar lo cerca que había estado del precipicio cuando resbaló. Si sobrevivimos a todo esto -pensó-, y logramos escapar de los rusos y volver a Europa juntos, jamás dejaré que se aleje de mi vista. Lo juro.

– Camina tú delante -indicó él, desembarazándose de su abrazo-. Quiero tenerte frente a mis ojos.





Le pegó un pequeño empujoncito y automáticamente ella empezó a subir por la montaña. Poco a poco la desesperación que la embargaba, fue pasando a segundo plano. Decidió que su meta consistiría simplemente en seguir caminando hasta que cayera muerta. Después de un rato, Chantal empezó a llorar. Al principio Jane la ignoró, pero llegó el momento en que se detuvo.

Más tarde, no supo cuándo -pudo haber sido minutos u horas después porque había perdido la noción del tiempo-, al doblar un recodo del camino, Ellis la detuvo poniéndole una mano en su brazo.

– Mira -exclamó, señalando algo delante de sí.

El sendero conducía hacia abajo a una vasta cuenca de colinas orladas por montañas de picos nevados. Al principio no comprendió por qué Ellis le acababa de decir Mira, pero en seguida comprendió que el sendero empezaba a descender.

– ¿Ya hemos llegado a la cima? -preguntó, atontada.

– Así es -contestó él-. Este es el paso de Kantiwar. Hemos recorrido el peor trecho del viaje. Durante los próximos dos días el camino bajará y el tiempo será cada vez más cálido.

Jane se sentó sobre una roca cubierta de hielo. ¡Lo logré! -pensó-. ¡Lo logré!

Mientras los dos contemplaban la negra serranía, el cielo detrás de las montañas se tornó de un tono gris perla a un rosado polvoriento. Amanecía. A medida que la luz iba tiñendo lentamente el firmamento, también un rayo de esperanza fue deslizándose de nuevo en el corazón de Jane. Descenso -pensó-, y clima más cálido. Tal vez logremos escapar.

Chantal volvió a llorar. Bueno, por lo menos su abastecimiento de comida no había desaparecido con Maggie. Jane le amamantó sentada en esa roca helada del techo del mundo, mientras Ellis derretía nieve entre sus manos para que ella bebiera.

El descenso al valle de Kantiwar fue relativamente suave, pero al principio muy lleno de hielo. Sin embargo, resultaba menos inquietante hacer el trayecto sin tener que preocuparse por la yegua. Ellis, que no había resbalado ni una vez durante todo el ascenso, llevaba a Chantal.

Delante de ellos, el cielo de la mañana se volvió rojo como una llamarada, como si más allá de las montañas, el mundo fuese un gigantesco incendio. Jane seguía todavía con los pies insensibles de frío, pero la nariz se le había descongelado. De repente se dio cuenta de que tenía un hambre espantosa. Simplemente tendrían que seguir caminando hasta que se cruzaran con alguien. Y ahora lo único que les quedaba para comerciar era el T N T que Ellis llevaba en los bolsillos. Cuando eso hubiera desaparecido, tendrían que confiar en la tradicional hospitalidad de los afganos.

Tampoco tenían en qué dormir. Tendrían que hacerlo envueltos en sus abrigos y con las botas puestas. Pero de alguna manera, Jane tenía la sensación de que lograrían resolver todos sus problemas. En ese momento hasta resultaba fácil encontrar el sendero, porque las paredes de piedra que se erguían a ambos lados del valle eran una guía constante y limitaban la distancia en que podrían llegar a perderse. Pronto encontraron un pequeño arroyo rumoroso que burbujeaba junto a ellos: estaban de nuevo por debajo de la línea del hielo. El camino era bastante parejo y, de haber tenido la yegua, hubiesen podido montarla.

Después de otras dos horas de marcha hicieron una pausa para descansar en la entrada de un desfiladero, y Jane tomó a Chantal de brazos de Ellis. Delante de ellos el descenso se hacía duro e inclinado, pero estando por debajo de la línea del hielo, las rocas ya no eran resbaladizas. El desfiladero era bastante angosto y no era difícil que quedara bloqueado.

– Espero que allá abajo no encontremos ningún deslizamiento de tierra -deseó Jane.

Ellis estaba mirando hacia atrás. De repente se Sobresaltó. -¡Dios Santo! -exclamó.

– ¿Qué diablos pasa? -preguntó Jane.

Se volvió para seguir la mirada de Ellis y en ese momento sintió que se le caía el corazón a los pies. Detrás de ellos, en lo alto, a aproximadamente un kilómetro y medio de distancia vio a una media docena de hombres y un caballo: la patrulla que los buscaba.

Después de todo eso -pensó Jane-, después de todo lo que hemos pasado, han conseguido alcanzarnos. Se sentía demasiado desgraciada incluso para llorar. Ellis le aferró el brazo.

– ¡Rápido, tenemos que movernos! -exclamó.

Y empezó a caminar apresuradamente hacia el desfiladero, arrastrándola detrás de sí.

– ¿Qué sentido tiene? -preguntó Jane con cansancio-. No cabe la menor duda de que nos alcanzarán.

– Nos queda una posibilidad.

A medida que caminaban, Ellis estudiaba las abruptas paredes rocosas del desfiladero.

– ¿Cuál?

– Una avalancha de rocas.

– Encontrarán la manera de subir a ellas o de rodearlas.

– No, si quedan enterrados debajo.

Se detuvo en un lugar donde el suelo de la garganta tenía menos de un metro de ancho y una de las paredes era inusitadamente inclinada y alta.

– ¡Este lugar es perfecto! -exclamó.

Sacó del bolsillo de su chaqueta un bloque de T N T, un rollo de cable detonador con la marca Primacord, un pequeño objeto de metal del tamaño aproximado de la tapa de una estilográfica y algo parecido a una jeringuilla de metal, sólo que en el extremo romo tenía un aro para tirar en lugar de un inyector. Colocó los objetos en el suelo.