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El general empezó a hacer preguntas que Anatoly iba contestando mientras señalaba los alfileres del mapa de Jean-Pierre. En ese momento, una de las patrullas entró en línea sin solicitar autorización: una voz excitada que se expresaba en ruso, y Anatoly hizo callar al general en mitad de una frase para poder escuchar.

Jean-Pierre se sentó en el borde de su dura silla, deseando que le tradujeran las noticias.

La voz se calló. Anatoly hizo una pregunta y obtuvo una respuesta.

– ¿Qué vieron? -preguntó Jean-Pierre, incapaz de continuar en silencio.

Anatoly lo ignoró durante un instante y habló con el general. Por fin se volvió hacia Jean-Pierre.

– Han encontrado a dos norteamericanos en un pueblo llamado Atati, en el valle de Nuristán.

– ¡Maravilloso! -exclamó Jean-Pierre-. ¡Deben de ser ellos! -Supongo que sí -contestó Anatoly.

Jean-Pierre no comprendía la falta de entusiasmo del ruso. -¡Por supuesto que son ellos! Tus tropas no conocen la diferencia entre los norteamericanos y los ingleses.

– Posiblemente no. Pero dicen que la pareja no tiene ningún bebé.

– ¡Qué no tienen un bebé!

Jean-Pierre frunció el entrecejo. ¿Cómo podía ser? ¿Habría dejado Jane a Chantal en el Valle de los Cinco Leones para que fuera criada por Rabia, Zahara o Fara? Le parecía imposible. ¿Habría escondido a su hijita con alguna familia de ese pueblo, Atati, segundos antes de ser encontrados por la partida rusa? Eso tampoco le parecía probable: el instinto de Jane la llevaría a mantener con ella a su hijita en momentos de peligro.

¿Habría muerto Chantal?

Decidió que posiblemente fuese un error: algún error de comunicación, interferencias atmosféricas en la comunicación por radio o simplemente un oficial poco despierto que había pasado por alto la presencia de una criatura tan pequeña.

– No especulemos -le aconsejó Anatoly-. Será mejor que vayamos a comprobarlo.

– Quiero que tú acompañes a la patrulla que los arreste -dijo Anatoly.

– ¡Por supuesto! -contestó Jean-Pierre. Pero en seguida le sorprendió la frase de Anatoly-. ¿quieres decir que tú no vendrás?

– Correcto.

– ¿Y por qué no?

– Porque soy necesario aquí.

Y miró de soslayo al general.

– Muy bien.

Sin duda existían juegos de poder dentro de la burocracia militar. Anatoly tenía miedo de alejarse de la base mientras el general anduviera dando vueltas por allí, porque podría proporcionarle la oportunidad a algún rival de difamarle a sus espaldas.

Anatoly tomó el teléfono que había sobre el escritorio y dio una serie de órdenes en ruso. Mientras todavía seguía hablando, entró un ordenanza y le hizo señas a Jean-Pierre de que lo siguiera. Anatoly interrumpió su conversación para hablarle,

– Te proporcionarán un abrigo acolchado, En Nuristán ya ha empezado el invierno. A bientôt.

Jean-Pierre salió con el ordenanza. Cruzaron la pista de cemento. Dos helicópteros los esperaban con sus motores en marcha: un Hind equipado con cohetes debajo de las alas y un Hip, de tamaño considerablemente mayor, con una hilera de ventanillas a lo largo del fuselaje. Jean-Pierre se preguntó para qué sería el Hip, pero en seguida comprendió que estaba destinado a llevar de regreso a la partida de búsqueda. justo antes de que llegaran al lugar donde se encontraban los aparatos, los alcanzó un soldado con un abrigo de uniforme ruso que entregó a Jean-Pierre. Este se lo colgó del brazo y subió al Hind.

Despegaron inmediatamente. Jean-Pierre era presa de una especie de fiebre de anticipación. Se instaló en un banco de la cabina de pasajeros junto a media docena de soldados. Tomaron rumbo al nordeste.

Cuando se alejaron de la base aérea, el piloto llamó a Jean-Pierre. El francés se adelantó y permaneció de pie en el escalón para que el piloto pudiera hablarle.

– Yo seré su intérprete -anunció el hombre, en un francés vacilante.

– Gracias. ¿Sabe hacia dónde nos dirigimos?

– Sí, señor; tenemos las coordenadas y puedo comunicarme por radio con el jefe del equipo de búsqueda. -¡Perfecto!

A Jean-Pierre le sorprendía que lo tratara con tanta deferencia. Por lo visto, debido a su asociación con un coronel de la K G B había adquirido un rango honorario.

Mientras regresaba a su asiento se preguntó qué cara pondría Jane cuando lo viera llegar. ¿Se sentiría aliviada? ¿Desafiante? ¿O simplemente extenuada? Ellis estaría furioso y humillado, por supuesto. Y yo, ¿cómo debo actuar? -se preguntó Jean-Pierre-. Quiero hacer que se retuerzan, pero no debo perder la dignidad. ¿Qué debo decir?

Trató de visualizar la escena. Ellis y Jane estarían en el patio de alguna mezquita o sentados en el suelo de tierra de alguna cabaña de piedra, posiblemente atados y custodiados por soldados con Kalashnikovs. Probablemente tendrían frío, hambre y se sentirían desgraciados y miserables. El con el abrigo ruso puesto, expresión confiada, aire de mando y seguido por una serie de jóvenes oficiales deferentes. Les dirigiría una mirada larga y penetrante y diría…

– ¿Qué diría? Así que nos volvemos a encontrar, sonaba terriblemente melodramático. ¿Realmente pensabais que lograríais escapar de nuestro asedio¿, era demasiado retórico. Nunca tuvisteis posibilidades de huir, sonaba mejor, aunque rompiera un poco el clímax.





La temperatura descendía con rapidez a medida que se acercaban a las montañas. Jean-Pierre se puso el abrigo y se quedó de pie junto a la puerta abierta, mirando hacia abajo. Se veía un valle algo parecido al de los Cinco Leones, con un río en el centro que fluía a la sombra de las montañas. Los picos y las cimas de ambos lados estaban nevados, pero no el valle en sí.

Jean-Pierre se acercó al piloto y le habló cerca del oído.

– ¿Dónde estamos?

– Este es el valle de Sakardara -contestó el hombre-. Hacia el norte cambia su nombre por el de valle de Nuristán. Nos conduce directamente a Atati.

– ¿Cuánto tardaremos en llegar?

– Veinte minutos.

Parecía interminable. Controlando su impaciencia, Jean-Pierre volvió a sentarse en el banco, entre la tropa. Los soldados permanecían quietos y silenciosos, observándolo. Parecían temerle. Tal vez creyeran que pertenecía a la K G B.

En realidad pertenezco a la K G B, pensó de repente Jean-Pierre.

Trató de imaginar en qué pensaban los soldados. ¿En sus novias y esposas que habían quedado en Rusia, tal vez? De ahora en adelante, el hogar de ellos sería también el suyo. Tendría un apartamento en Moscú. Se preguntó si en el futuro le sería posible vivir una relación matrimonial feliz con Jane. Quería instalarlas a ella y a Chantal en su apartamento, mientras él, lo mismo que esos soldados, luchaba por la causa justa en países extranjeros, a la espera del día en que pudiera regresar a su casa de vacaciones para volver a dormir con su esposa y ver cuánto había crecido su hija. Yo traicioné a Jane y ella me traicionó a mí.

– pensó-, quizá podamos perdonarnos mutuamente, aunque sólo sea por el bien de Chantal.

¿Qué le habría sucedido a Chantal?

Faltaba poco para que lo averiguara. El helicóptero perdió altura. Ya casi habían llegado. Jean-Pierre volvió a ponerse en pie para asomarse a la puerta. Descendían en una pradera donde un afluente desembocaba en el río. Era un lugar bonito con apenas un grupo de casitas desparramadas por la ladera de la montaña, cada una edificada por encima de la otra, a la manera típica de Nuristán. Jean-Pierre recordó haber visto fotografías de pueblos parecidos en libros sobre el Himalaya.

El helicóptero se posó en tierra.

Jean-Pierre saltó al suelo. Del otro lado de la pradera, un grupo de soldados rusos -sin duda pertenecientes a la patrulla de búsqueda salió de una de las casas de madera edificadas al pie de la montaña. Jean-Pierre esperó con impaciencia al piloto, su intérprete.

– ¡Vamos! -ordenó, empezando a cruzar la pradera.

Tuvo que contenerse para no correr. Ellis y Jane sin duda se encontraban en la casa de la que acababan de salir los soldados y se encaminó hacia allí a paso rápido. Empezó a enfurecerse: la ira largo tiempo reprimida ardía en su interior. Al diablo con la dignidad -pensó-; le voy a decir a esa pareja de mierda lo que pienso de ellos.

Cuando se acercó a la patrulla, el oficial que dirigía el grupo empezó a hablar. Jean-Pierre lo ignoró y se volvió hacia el piloto.

– Pregúnteles dónde están.

El piloto hizo la pregunta y el oficial señaló la casa de madera. Sin pronunciar una sola palabra más, Jean-Pierre se dirigió hacia allí.

Su furia se encontraba en plena ebullición cuando entró como una tromba en el tosco edificio. Varios soldados de la patrulla permanecían en un rincón. Miraron a Jean-Pierre y en seguida le abrieron paso.

En el cuarto había dos personas atadas a un banco.

Jean-Pierre los miró fijo, como petrificado. Abrió la boca y se puso muy pálido. Los prisioneros eran un muchacho delgado y de aspecto anémico, de alrededor de dieciocho o diecinueve años de edad, de pelo largo y sucio y bigote caído, y una muchacha rubia de grandes pechos y flores en el pelo. El muchacho miró a Jean-Pierre con alivio.

– ¡Bueno, hombre! ¿Nos ayudará? ¡Estamos hundidos en la mierda! Jean-Pierre se sintió a punto de explotar. No eran más que una pareja de hippies que seguían la senda de Katmandú, una clase de turistas que no había desaparecido del todo a pesar de la guerra. ¡Qué desilusión! ¿Por qué tenían que estar allí ellos justo en el momento en que todo el mundo buscaba a un par de prófugos occidentales? Jean-Pierre decididamente no estaba dispuesto a ayudar a un par de drogadictos degenerados. Se volvió y salió.

En ese momento entraba el piloto. Al ver la expresión de Jean-Pierre, preguntó.

– ¿Qué sucede?

– No son ellos. Venga conmigo.

El hombre se apresuró a seguir a Jean-Pierre.

– ¿Dice que no son ellos? ¿Así que éstos no son los norteamericanos?

– Son norteamericanos, pero no los que buscamos.

– ¿Y ahora qué va a hacer?

– Voy a hablar con Anatoly y quiero que usted lo localice por radio.

Cruzaron la pradera y subieron al helicóptero. Jean-Pierre ocupó el asiento del artillero y se puso los auriculares. Empezó a golpear impaciente el suelo de metal con el pie mientras el piloto mantenía una interminable conversación en ruso. Por fin oyó la voz de Anatoly, muy distante y llena de interferencias.