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Diana se volvió sin decir nada más y caminó hacia su compartimento.

– ¿Y nosotros? -preguntó Mervyn-. ¿Qué vamos a hacer?

Nancy se dio cuenta de que aún no había tenido tiempo de contarle sus planes.

– Voy a ser la directora para Europa de Nat Ridgeway. Mervyn se quedó sorprendido.

– ¿Cuándo te ha ofrecido el empleo?

– Todavía no lo ha hecho…, pero lo hará -dijo Nancy, y lanzó una alegre carcajada.

Captó el sonido de un motor. No eran los poderosos motores del clipper, sino uno pequeño. Miró por la ventana, preguntándose si la Marina habría llegado.

Ante sus sorpresa, vio que alguien había desamarrado la lancha motora de los gángsteres y se alejaba del clipper y del hidroavión pequeño a toda velocidad.

¿Quién la conducía?

Margaret abrió la válvula de estrangulación por completo y la lancha se alejó del clipper.

El viento le apartó el pelo de la cara. La joven lanzó un grito de júbilo.

– ¡Libre! ¡Soy libre!

Harry y ella habían tenido la idea al mismo tiempo. Estaban de pie en el pasillo del clipper , preguntándose qué iban a hacer, cuando Eddie trajo al patrón de la lancha y le encerró en el compartimento número 1 con Luther. Un pensamiento idéntico pasó por la cabeza de ambos.

Pasajeros y tripulantes estaban demasiado ocupados felicitándose mutuamente para fijarse en que Harry y Margaret se deslizaban en el compartimento de proa y subían a la lancha. El motor estaba en marcha. Harry había desatado las cuerdas mientras Margaret examinaba los controles, iguales a los de la barca que su padre tenía en Niza, y al cabo de unos segundos ya estaban lejos.

No creía que les persiguieran. El guardacostas de la Marina que había acudido a la llamada del mecánico había partido a la caza del submarino, y no iba a mostrar el menor interés por un hombre que había robado un par de gemelos en Londres. Cuando la policía llegara, investigaría asesinato, secuestro y piratería. Pasaría mucho tiempo antes de que se preocuparan por Harry.

Harry rebuscó en un cajón y encontró algunos mapas, que estudió durante un rato.

– Hay montones de mapas de las aguas que rodean una bahía llamada Blacks Harbour, que está situada a la derecha de la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Creo que estamos cerca. Deberíamos dirigirnos hacia el lado canadiense.

Poco rato después, añadió:

– Hay una ciudad grande a unos cien kilómetros al norte llamada St. John. Tiene estación de tren. ¿Vamos hacia el norte?

Margaret comprobó la brújula.





– Sí, más o menos.

– No sé nada de navegación, pero creo que no nos perderemos si seguimos la costa. Deberíamos llegar al anochecer. Ella sonrió.

Harry dejó los mapas y se acercó a ella, mirándola con fijeza.

– ¿Qué pasa? -preguntó Margaret.

Harry meneó la cabeza, como incrédulo.

– Eres tan bonita… ¡Y me quieres!

Margaret lanzó una carcajada.

– Cualquiera que te conozca ha de quererte.

Harry deslizó los brazos alrededor de su cintura.

– Es increíble navegar bajo el sol con una chica como tú. Mi madre siempre dice que soy un tío con suerte, y tiene razón, ¿no crees?

– ¿Qué haremos cuando lleguemos a St. John? -preguntó Margaret.

– Dejaremos la lancha en la playa, iremos a la ciudad, alquilaremos una habitación para pasar la noche y cogeremos el primer tren de la mañana.

– No sé cómo nos arreglaremos para conseguir dinero -dijo Margaret, frunciendo el ceño de preocupación.

– Sí, es un problema. Sólo me quedan unas pocas libras, y tendremos que pagar los hoteles, los billetes de tren, ropas nuevas…

– Ojalá me hubiera traído la maleta, como tú.

Harry le dirigió una mirada maliciosa.

– No es mi maleta -dijo-. Es la del señor Luther. Margaret se mostró perpleja.

– ¿Por qué has traído la maleta del señor Luther? -Porque contiene cien mil dólares -contestó Harry, y se echó a reír.