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Concibió una idea al ver una cuerda atada a un puntal en el compartimento de proa.

De pronto, se le ocurrió la forma de llevar a cabo la maniobra de diversión, y tal vez desembarazarse de un gángster al mismo tiempo.

En primer lugar, debía desatar las cuerdas y dejar la lancha a la deriva.

Pasó por la escotilla y bajó por la escalera.

Su corazón latía a toda velocidad. Estaba asustado.

No pensó en lo que diría si alguien le sorprendía. Improvisaría algo, como siempre.

Cruzó el compartimento. Tal como imaginaba, la cuerda partía de la lancha.

Alcanzó el puntal, desató el nudo y dejó caer la cuerda al suelo.

Miró afuera y vio que una segunda cuerda unía la proa de la lancha con el morro del clipper . Mierda. Tendría que salir a la plataforma para llegar a ella, y eso significaba que podían verle.

Pero ya había pasado el momento de dar marcha atrás. Y debía darse prisa. Percy se iba a meter en la guarida del león, como Daniel.

Salió a la plataforma. La cuerda estaba atada a un cabrestante que sobresalía del morro del aparato. La soltó a toda prisa.

Oyó un grito procedente de la lancha.

– Oiga, ¿qué está haciendo?

No levantó la vista. Confiaba en que el tipo estuviera desarmado.

Desanudó la cuerda del cabrestante y la tiró al mar.

– ¡Oiga, usted!

Se volvió. El patrón de la lancha gritaba desde cubierta. No iba armado, gracias a Dios. El hombre asió su extremo de la cuerda y tiró. La cuerda surgió del compartimento de proa y cayó al agua.

El patrón se introdujo en la timonera y encendió el motor.

El siguiente paso era más peligroso.

Los gángsteres sólo tardarían unos segundos en observar que su lancha iba a la deriva, lo cual provocaría estupor y alarma. Uno de ellos saldría a investigar para amarrar la lancha de nuevo. Y entonces…

Harry estaba demasiado asustado para pensar en lo que haría entonces.

Subió a toda prisa por la escalerilla, atravesó la cubierta de vuelo y se ocultó en las bodegas.

Sabía que era mortalmente peligroso jugar con gángsteres de esta manera, y notó un sudor frío al pensar en lo que le harían si llegaban a cogerle.

Durante un largo minuto no ocurrió nada. Venga, pensó, daos prisa y mirad por la ventana. Vuestra lancha navega a la deriva… Tenéis que daros cuenta antes de que pierda el valor.

Por fin, volvió a oír pasos, pasos pesados, apresurados, que subían por la escalerilla y atravesaban la cabina de vuelo. Para su decepción, daba la impresión de que eran dos hombres. No había calculado que debería enfrentarse a dos.

Cuando juzgó que habían entrado en el compartimento de proa, asomó la cabeza. No se veía a nadie. Atravesó la cabina y miró por la escotilla. Dos hombres armados con pistolas miraban al exterior desde la puerta de proa. Aunque no hubieran llevado pistolas, Harry habría adivinado que eran delincuentes por sus ropas llamativas. Uno era un tipejo feo de aspecto desagradable; el otro era muy joven, de unos dieciocho años.

Quizá debería esconderme otra vez, pensó.

El patrón se hallaba maniobrando la lancha, y el hidroavión continuaba amarrado al costado. Los dos gángsters deberían amarrar de nuevo la lancha al clipper, y no podrían hacerlo empuñando sus armas. Harry esperó ese momento.

El patrón gritó algo que Harry no entendió. Pocos momentos después, los gángsters guardaron las pistolas en los bolsillos y salieron a la plataforma.

Harry, con el corazón en un puño, bajó por la escalerilla y entró en el compartimento de proa.

Los hombres intentaban atrapar una cuerda que el patrón les lanzaba, completamente distraídos, y al principio no le vieron.

Se dirigió de puntillas al otro extremo del compartimento.

Cuando se encontraba a medio camino, el joven asió la cuerda. El pequeñajo se volvió un poco… y vio a Harry. Hundió la mano en el bolsillo y sacó la pistola justo cuando Harry se precipitaba contra él.

Harry se sintió seguro de que iba a morir. Desesperado, sin pensarlo dos veces, se agachó, asió al hombre por el tobillo y lo levantó.

El hombrecillo se tambaleó, a punto de caer, soltó la pistola y se agarró a su compañero para no perder el equilibrio.

El joven trastabilló y soltó la cuerda. Los dos oscilaron por un instante. Harry aún sujetaba el tobillo de Joe, y tiró de él.

Los dos hombres cayeron de la plataforma al revuelto mar. Harry lanzó un alarido de triunfo.

Se hundieron bajo las olas, emergieron y se debatieron en el oleaje. Harry adivinó que ninguno de los dos sabía nadar.

No esperó a ver cuál era su suerte. Debía saber lo que había ocurrido en la cubierta de pasajeros. Atravesó corriendo el compartimento de proa, subió por la escalerilla, desembocó en la cabina de vuelo y se dirigió de puntillas hacia la escalera.

Se detuvo al pie para escuchar.

Margaret podía oír los latidos de su corazón.





Resonaban en sus oídos como timbales, rítmicos e insistentes, con tal potencia que le parecía imposible que los demás pasajeros no los oyeran.

Estaba más asustada que en ningún otro momento de su vida, y avergonzada de ello.

La había asustado el amaraje de emergencia, la súbita aparición de las pistolas, la desconcertante forma con que personajes como Frankie Gordino, el señor Luther y el mecánico intercambiaban sus papeles, y la brutalidad indiferente de aquellos estúpidos matones, vestidos con sus espantosos trajes, y, sobre todo, porque el silencioso señor Membury yacía muerto en el suelo.

Estaba demasiado asustada para moverse, y esto también la avergonzaba.

Había hablado durante años de que quería luchar contra el fascismo, y ahora se había presentado su oportunidad. Delante de sus propias narices, un fascista estaba secuestrando a Carl Hartma

En cualquier caso, tal vez no podía hacer nada; tal vez sólo lograría que la matasen. Pero debía intentarlo, y siempre había dicho que arriesgaría su vida por la causa y por la memoria de Ian.

Comprendió que su padre no se había equivocado al mofarse de sus pretensiones de valentía. Su heroísmo sólo residía en la imaginación. Su sueño de servir como correo motorizado en el campo de batalla era pura fantasía. Al oír el primer disparo se escondería debajo de un seto. En medio de un peligro real, no servía para nada. Se quedó sentada, absolutamente inmóvil, mientras el corazón aporreaba sus oídos.

No había pronunciado una palabra desde que el clipper se había posado sobre las aguas, los pistoleros subieron a bordo, y Nancy y el señor Lovesey llegaron en el hidroavión. No dijo nada cuando el llamado Kid vio que la lancha se alejaba, y el que se llamaba Vincini envió a Kid y a Joe a recuperarla.

Pero lanzó un chillido cuando vio que Kid y Joe se estaban ahogando.

Tenía la vista clavada en la ventana, sin ver otra cosa que olas, cuando los dos hombres aparecieron ante sus ojos. Kid intentaba mantenerse a flote, pero Joe se aferraba a la espalda de su amigo, empujándole hacia abajo mientras trataba de salvarse. Era una escena horrible.

Cuando gritó, el señor Luther corrió hacia la ventana. -¡Han caído al agua! -gritó como un histérico.

– ¿Quién? -preguntó Vincini-. ¿Kid y Joe?

– Sí.

El patrón de la lancha arrojó una cuerda, pero los hombres que se ahogaban no la vieron. Joe manoteaba como un poseso, presa del pánico, sumergiendo a Kid.

– ¡Haga algo! -dijo Luther, también muy asustado.

– ¿Qué? -preguntó Vincini-. No podemos hacer nada. ¡Esos bastardos chiflados ni siquiera saben cómo salvarse!

Los dos hombres se hallaban cerca del hidroestabilizador. Si hubieran mantenido la calma, habrían trepado a él, pero ni tan siquiera lo vieron.

La cabeza de Kid se hundió y no volvió a salir.

Joe perdió contacto con Kid y tragó una bocanada de agua. Margaret oyó un chillido ronco, amortiguado por las paredes a prueba de ruidos del clipper. La cabeza de Joe se hundió, emergió y desapareció por última vez.

Margaret se estremeció. Los dos habían muerto.

– ¿Cómo ha ocurrido esto? -preguntó Luther-. ¿Cómo han caído?

– Quizá les empujaron -insinuó Vincini.

– ¿Quién?

– Quizá haya alguien más en este jodido avión. ¡Harry!, pensó Margaret.

¿Era posible? ¿Seguiría Harry a bordo? ¿Se habría escondido en algún sitio, mientras la policía le buscaba, y salido tras el amaraje de emergencia? ¿Habría empujado Harry a dos gángsteres?

Después, pensó en su hermano. Percy había desaparecido después de que la lancha amarrara junto al clipper . Margaret había imaginado que estaría en el lavabo de caballeros y habría preferido quedarse donde no le vieran. Pero no era típico de él. Siempre se metía en líos. Sabía que había descubierto una manera extraoficial de subir al puente de vuelo. ¿Qué estaría planeando?

– ¡El plan se está yendo al carajo! -exclamó Luther-. ¿Qué vamos a hacer?

– Nos iremos en la barca, tal como habíamos planeado: usted, yo, el devorador de salchichas y el dinero -contestó Vincini-. Si alguien se entromete, métale una bala en el estómago. Tranquilícese y vámonos.

Margaret tenía el funesto presentimiento de que se toparían con Percy en la escalera, y sería él quien recibiría un tiro en el estómago.

Entonces, justo cuando los tres hombres salían del comedor, oyó la voz de Percy, procedente de la parte posterior del avión.

– ¡Quietos ahí! -gritó a pleno pulmón.

Margaret, asombrada, vio que empuñaba una pistola… y apuntaba directamente a Vincini.

Era un revólver de cañón corto, y Margaret adivinó al instante que debía ser el Colt confiscado al agente del FBI. Percy lo sostenía frente a él, con el brazo recto, como si estuviera apuntando a un blanco.

Vincini se volvió poco a poco.

Margaret se sentía orgullosa de Percy, aunque al mismo tiempo temía por su vida.

El comedor se encontraba abarrotado. Detrás de Vincini, muy cerca de donde Margaret estaba sentada, Luther apoyaba su pistola en la cabeza de Hartma

Vincini contempló a Percy durante un largo momento.

– Lárgate de aquí, chaval -dijo por fin.

– Tire el arma -replicó Percy, con su voz aflautada de adolescente.

Vincini reaccionó con sorprendente celeridad. Se agachó a un lado y levantó la pistola. Se produjo un disparo. La detonación ensordeció a Margaret. Oyó un chillido lejano y comprendió que se trataba de su propia voz. Ignoraba quién había disparado a quién. Percy aparentaba estar ileso. Después, Vincini se tambaleó y cayó; un chorro de sangre brotaba de su pecho. Dejó caer la maleta y ésta se abrió, esparciendo su contenido. La sangre manchó los fajos de billetes.