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– Una mala influencia -repitió con amargura-. Sí. Me enseñó a poner en duda los dogmas, a no creer en las mentiras, a odiar la ignorancia y a despreciar la hipocresía. Como resultado, encajo mal en la sociedad civilizada.

Papá, mamá y Elizabeth se pusieron a hablar a la vez, y luego se callaron, porque no había forma de que ninguno fuera escuchado. Percy aprovechó el repentino silencio para hablar.

– Hablando de judíos -dijo-, encontré en el sótano una fotografía muy curiosa, en una de aquellas maletas viejas de Stamford (Co

– Sí contestó mamá-. Era la madre de mi madre. ¿Por qué, querido? ¿Qué has descubierto?

Percy entregó la fotografía a papá y todos se congregaron a su alrededor para verla. Mostraba una escena callejera de una ciudad norteamericana, seguramente Nueva York, unos setenta años antes. En primer plano aparecía un judío de unos treinta años, de negra barba, vestido con toscas ropas de obrero y un sombrero. Se erguía junto a una carretilla de mano que llevaba una rueda de afilar. Una inscripción en el carrito rezaba «Reuben Fishbein, Afilador». Una niña de unos diez años, ataviada con un vestido de algodón andrajoso y botas pesadas estaba de pie al lado del hombre.

– ¿Qué significa esto, Percy? -preguntó papá-. ¿Quiénes son estos desgraciados?

– Mira el dorso -le dijo Percy.

Papá volvió la fotografía. En el reverso estaba escrito: «Ruthie Glencarry, nacida Fishbein, a la edad de 10 años». Margaret miró a papá. Estaba horrorizado.

– Es muy peculiar que el abuelo de mamá se casara con la hija de un afilador ambulante judío, pero dicen que Norteamérica es así -dijo Percy.

– ¡Es imposible! -dijo papá, pero su voz temblaba, y Margaret adivinó que, en el fondo, lo consideraba muy posible.

– Como la condición de judío -prosiguió Percy, en tono despreocupado-, se trasmite por vía femenina, y como la madre de mi madre era judía, eso me convierte en judío.

Papá había palidecido como un muerto. Mamá parecía perpleja, y fruncía levemente el entrecejo.

– Confío en que los alemanes no ganen esta guerra -dijo Percy-. No me dejarán ir al cine, y mamá tendrá que coser estrellas amarillas en todos sus vestidos de baile.

Parecía demasiado redondo para ser cierto. Margaret examinó con atención las palabras escritas en el reverso de la foto y comprendió la verdad.

– ¡Percy! -exclamó con alegría-. ¡Si es tu letra!

– No, no lo es -se defendió Percy.

Pero todo el mundo vio que sí lo era. Margaret rió de buena gana. Percy había encontrado en algún sitio la foto de la niña judía y falsificado la inscripción del reverso para tornar el pelo a papá. Éste había picado el anzuelo, y no era de extrañar: la peor pesadilla de cualquier racista debía ser descubrir que sus antepasados eran mestizos. Bien merecido.

– ¡Bah! -dijo papá, y tiró la foto sobre una mesa.

– Percy, eres incorregible -se quejó mamá. Las críticas habrían proseguido, pero en aquel momento se abrió la puerta y apareció Bates, el colérico mayordomo.

– La comida está servida, su señoría -anunció.

Salieron de la sala de estar, cruzaron el vestíbulo y entraron en el pequeño comedor. Había rosbif demasiado hecho, como todos los domingos. Mamá tomaría ensalada. Nunca comía alimentos cocinados, pues creía que el calor destruía su calidad.

Papá bendijo la mesa y se sentaron. Bates ofreció a mamá el salmón ahumado. Según su teoría, los alimentos ahumados, en salmuera o conservados de maneras similares sí podían consumirse.

– Está claro que sólo podemos hacer una cosa -dijo mamá, mientras se servía el salmón. Hablaba en tono distendido de quien se limita a llamar la atención sobre lo obvio-. Hemos de marcharnos a vivir a Estados Unidos hasta que esta estúpida guerra termine.

Se produjo un momento de perplejo silencio.

– ¡No! -estalló Margaret, horrorizada.

– Creo que ya hemos discutido bastante por hoy -dijo mamá-. Comamos en paz y tranquilidad, por favor.

– ¡No! -repitió Margaret. La indignación casi le impedía hablar-. Vosotros… Vosotros no podéis hacer esto, es…, es… -Deseaba colmarles de insultos, acusarles de traición y cobardía, manifestarles en voz alta su desprecio y repudio, pero las palabras no le salían, y lo único que pudo decir fue-: ¡No es justo!

Incluso eso fue excesivo.

– Si no puedes contener tus exabruptos, lo mejor será que te marches -dijo papá.

Margaret se llevó la servilleta a la boca para ahogar un sollozo. Empujó la silla hacia atrás, se puso en pie y salió corriendo del comedor.

Lo habían planeado desde hacía meses, claro.

Percy acudió a la habitación de Margaret después de comer y le explicó los detalles. Iban a clausurar la casa, cubrir los muebles con sábanas protectoras y despedir a los criados. Los bienes quedarían en manos del administrador de los negocios de papá, que cobraría los alquileres. El dinero sería ingresado en el banco; no podría ser enviado a Estados Unidos a causa de las normas sobre el control de las divisas que regían en tiempos de guerra. Los caballos serían vendidos, las mantas protegidas con bolas de naftalina, y las vajillas de plata encerradas bajo llave.

Elizabeth, Margaret y Percy deberían preparar una sola maleta por cabeza; el resto de sus pertenencias sería recogida por una empresa de mudanzas. Papá había reservado billetes para todos en el clipper de la Pan Am, y se irían el miércoles.

Percy estaba loco de alegría. Ya había volado una o dos veces, pero el clipper era diferente. Un avión enorme, y muy lujoso: todos los periódicos habían hablado del acontecimiento cuando se inauguró el servicio unas semanas antes. El vuelo a Nueva York duraba veintinueve horas, y todo el mundo se acostaba para pasar la noche sobre el océano Atlántico.

Era repugnantemente apropiado, pensó Margaret, que se marcharan rodeados de lujos, dejando a su país sumido en las privaciones, las penurias y la guerra.

Percy se fue a preparar su maleta y Margaret se quedó tendida en la cama, mirando el techo, amargamente decepcionada, presa de cólera, llorando de frustración, impotente para modificar su destino.

Permaneció en la cama hasta la hora de irse a dormir.





Por la mañana, cuando aún seguía acostada, mamá entró en su habitación. Margaret se incorporó y le dirigió una mirada hostil. Mamá se sentó ante el tocador y miró al reflejo de Margaret en el espejo.

– No discutas con tu padre sobre esto, por favor -dijo.

Margaret se dio cuenta de que su madre estaba nerviosa. En otras circunstancias, el detalle habría bastado para suavizar su tono, pero estaba demasiado furiosa para contenerse.

– ¡Es una cobardía! -estalló.

Mamá palideció.

– No nos comportamos como cobardes.

– ¡Pero huís de vuestro país cuando empieza la guerra!

– No tenemos otra alternativa. Hemos de irnos. Margaret estaba perpleja.

– ¿Por qué?

Mamá se volvió y la miró de frente.

– Porque de lo contrario meterán a tu padre en la cárcel. La sorpresa paralizó a Margaret.

– ¿Cómo? Ser fascista no es ningún crimen.

– Se han decretado medidas de emergencia. ¿Qué más da? Un simpatizante del ministerio del Interior nos ha avisado. Papá será detenido si aún sigue en Inglaterra a fines de semana.

Margaret apenas podía creer que quisieran encarcelar a su padre como si fuera un ladrón. Se sintió como una idiota; no había pensado en las diferencias que la guerra impondría a la vida cotidiana.

– No nos permitirán llevarnos dinero -siguió su madre con amargura-. Bien por el concepto británico del juego limpio.

El dinero era lo último que a Margaret le importaba en estos momentos. Toda su vida estaba en la cuerda floja. Experimentó un súbito arrebato de valentía, y tomó la decisión de decirle la verdad a su madre. Antes de que pudiera amilanarse, contuvo el aliento y dijo:

– No quiero ir con vosotros, mamá.

Mamá no expresó la menor sorpresa. Hasta era posible que esperase algo por el estilo.

– Has de venir, querida -respondió, en el tono suave y vago que utilizaba cuando intentaba evitar una discusión.

– A mí no me van a meter en la cárcel. Puedo vivir con tía Martha, o incluso con la prima Catherine. ¿Se lo dirás a papá?

De súbito, mamá habló con un ardor muy poco habitual en ella.

– Te di a luz con dolor y sufrimientos, y no permitiré que arriesgues tu vida mientras pueda evitarlo.

Por un momento, aquella demostración de sentimientos pilló por sorpresa a Margaret. Después, protestó.

– Me parece que tengo derecho a expresar mi opinión: ¡es mi vida!

Mamá suspiró y adoptó de nuevo sus lánguidos modales habituales.

– Lo que tú y yo pensemos da igual. Tu padre no quiere que nos quedemos, digamos lo que digamos.

La pasividad de mamá irritó a Margaret, que decidió entrar en acción.

– Se lo pediré directamente.

– Yo que tú no lo haría -dijo su madre, con un timbre suplicante en la voz-. Todo esto es muy duro para él. Bien sabes que ama a Inglaterra. En cualquier otra circunstancia, ya habría telefoneado al ministerio de la Guerra para solicitar algún trabajo. Se le está partiendo el corazón.

– Y el mío, ¿qué?

– Para ti no es lo mismo. Eres joven, tienes toda la vida por delante. Para él es el final de todas sus esperanzas.

– No tengo la culpa de que sea fascista -replicó con aspereza Margaret.

Mamá se puso en pie.

– Esperaba que fueras más comprensiva -dijo en voz baja, y se marchó.

Margaret se sintió culpable e indignada al mismo tiempo. ¡Era tan injusto! Papá había menospreciado sus opiniones desde que tuvo uso de razón, y ahora que los acontecimientos demostraban su equivocación, pedían a Margaret que sintiera compasión por él.

Suspiró. Su madre era hermosa, excéntrica y caótica. Había nacido rica y decidida. Sus excentricidades eran el resultado de una voluntad fuerte a la que no guiaba ninguna educación: se aferraba a ideas absurdas porque no tenía forma de diferenciar lo sensato de lo insensato. El caos era el método que utilizaba una mujer fuerte para paliar la dominación masculina. Como no le estaba permitido enfrentarse a su marido, la única manera de escapar a su control era fingir que no le entendía. Margaret quería a su madre, y contemplaba sus peculiaridades con afectuosa tolerancia, pero estaba resuelta a no ser como ella, a pesar de su parecido físico. Si los demás se negaban a educarla, ella sería su propia maestra, y prefería llegar a ser una vieja solterona que casarse con algún cerdo convencido de tener derecho a darle órdenes como a una camarera.