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La puerta se abrió y salió al exterior.

Subió una escalera de hormigón y desembocó en el banquillo de los acusados, en el centro de la sala. Frente a él se hallaban los asientos de los abogados, vacíos; el secretario de los magistrados, un abogado cualificado, detrás de su mesa; y el tribunal, compuesto de tres magistrados no profesionales.

Hostia, pensó Harry, confío en que esos bastardos me dejen salir.

En la galería de la prensa, a un lado, estaba un joven periodista con un cuaderno de notas. Harry se dio la vuelta y dirigió la mirada hacia la parte posterior de la sala. Localizó a su madre en los asientos reservados al público, ataviada con su mejor chaqueta y un sombrero nuevo. Dio unos significativos golpecitos sobre su bolsillo; Harry dedujo que traía el dinero de la fianza. Observó con horror que llevaba el broche robado a la condesa de Eyer.

Miró al frente y aferró la barandilla, para evitar que sus manos temblaran.

– Sus señorías, el número tres de la lista -anunció el fiscal, un inspector de policía calvo de enorme nariz-. Robo de veinte libras en metálico y un par de gemelos de oro valorados en quince guineas, propiedad de sir Simon Monkford, así como obtención de provecho económico mediante estafa al restaurante Saint Raphael de Piccadilly. La policía solicita que continúe detenido el sospechoso, porque estamos investigando otros delitos que entrañan grandes cantidades de dinero.

Harry examinó con disimulo a los magistrados. En un extremo había un viejo carcamal, de largas patillas y cuello rígido, y en el otro, un tipo de aspecto similar, que llevaba la corbata de un regimiento; ambos bajaron sus narices hacia él. Harry pensó que debían creer culpable a todo aquel que comparecía ante su presencia. Sus esperanzas flaquearon. Después, se dijo que no costaba mucho convertir los prejuicios estúpidos en incredulidad igualmente imbécil. Ojalá no fueran muy inteligentes, si quería engañarles como a niños. El presidente, en medio, era el único que contaba. Era un hombre de edad madura, bigote y traje grises, y su aspecto aburrido insinuaba que había escuchado más historias inverosímiles y excusas plausibles de las que deseaba recordar. Debería vigilarle con atención, se dijo Harry, nervioso.

– ¿Solicita usted la libertad bajo fianza? -preguntó a Harry el presidente.

Harry fingió confusión.

– ¡Oh! ¡Santo Dios, creo que sí! Sí, sí. Desde luego.

Los tres jueces se incorporaron al reparar en su acento de clase alta. Harry disfrutó del efecto ejercido. Estaba orgulloso de su habilidad para confundir las expectativas sociales de la gente. La reacción del tribunal le dio ánimos. Puedo engañarles, pensó. Apuesto a que sí.

– Bien, ¿qué puede decir en su defensa? -preguntó el presidente.

Harry escuchó con gran atención el acento del presidente, intentando delimitar con toda precisión su clase social. Decidió que el hombre pertenecía a la clase media culta; tal vez un farmacéutico, o un director de banco. Sería astuto, pero estaría acostumbrado a tratar con deferencia a la clase alta.

Harry adoptó una expresión de embarazo, así como el tono de un colegial dirigiéndose a un maestro.

– Mucho me temo que se ha producido la más espantosa de las confusiones, señor -empezó. El interés de los jueces aumentó otro ápice. Se removieron en sus asientos y se inclinaron hacia adelante, interesados. Comprendieron que no se trataba de un caso corriente, y agradecieron sacudirse el tedio habitual-. A decir verdad, algunas personas bebieron demasiado oporto ayer en el club Carlton, y ésa es la auténtica causa.

Hizo una pausa, como si fuera lo único que tenía que decir, y miró al tribunal con aire expectante.

– ¡El club Carlton! -exclamó el juez militar. Su expresión indicaba que los miembros de un club tan augusto no solían comparecer ante un tribunal.

Harry se preguntó si había ido demasiado lejos. Quizá se negarían a creerle miembro del club.

– Es horriblemente embarazoso -se apresuró a continuar-, pero volveré y me disculparé de inmediato con todos los implicados, solucionando el problema sin más demora… -Fingió recordar de repente que iba vestido de etiqueta-. En cuanto me haya cambiado, quiero decir.

– ¿Está diciendo que no tenía la intención de robar veinte libras y un par de gemelos? -preguntó el viejo carcamal.

Su tono era de incredulidad, pero el que hicieran preguntas resultaba alentador. Significaba que no desechaban su historia de buenas a primeras. Si no hubieran creído una palabra de lo que había dicho, no se habrían molestado en solicitar detalles. Su corazón se inflamó: ¡podría salir libre!

– Tomé prestados los gemelos. Había salido sin los míos.

Levantó los brazos y mostró los puños sueltos de su camisa, sobresaliendo de las mangas de la chaqueta. Guardaba los gemelos en el bolsillo.

– ¿Y las veinte libras? -preguntó el viejo carcamal.

Harry se dio cuenta, nervioso, de que era una pregunta más difícil. No se le ocurrió ninguna excusa plausible. Es posible olvidarse los gemelos y coger prestados los de otra persona, pero coger dinero sin permiso equivalía a robar. Se encontraba al borde del pánico, cuando la inspiración acudió de nuevo en su rescate.

– Pienso que sir Simon se equivocó acerca del contenido auténtico de su cartera. -Harry bajó la voz, como comunicando algo a los jueces que la gente vulgar de la sala no debía oír-. Es espantosamente rico, señor.

– No se hizo rico olvidando el dinero que tenía -indicó el presidente. Una oleada de carcajadas se elevó del público. El sentido del humor tendría que ser una señal alentadora, pero el presidente ni tan sólo insinuó una sonrisa: no había tenido la intención de mostrarse gracioso. Es director de un banco, pensó Harry. Considera que el dinero no es cosa de broma-. ¿Por qué no pagó la cuenta del restaurante?- continuó el juez.

– Ya he dicho que lo lamento muchísimo. Tuve una discusión horrible con…, con mi compañera de cena.





Harry ocultó de manera ostensible la identidad de su acompañante. Los chicos de los colegios privados opinaban que era de mal gusto proclamar el nombre de una mujer, y los magistrados lo sabían.

– Me temo que salí hecho una furia -dijo-, olvidándome por completo de pagar la cuenta.

El presidente le dirigió una dura mirada por encima de sus gafas. Harry experimentó la sensación de haberse equivocado en algo. Le dio un vuelco el corazón. ¿Qué había dicho? Se le ocurrió que tal vez se había mostrado excesivamente indiferente respecto a una deuda. Era normal en la clase alta, pero un pecado mortal para un director de banco. El pánico se apoderó de él y pensó que lo iba a perder todo por un pequeño error de discernimiento.

– Soy un irresponsable, señor -dijo a toda prisa-, y regresaré al restaurante a la hora de comer para saldar mi deuda. Si ustedes me lo permiten, quiero decir.

No estaba seguro de haber apaciguado al presidente.

– ¿Está diciendo que los cargos contra usted serán retirados después de escuchar sus explicaciones?

Harry decidió que debía evitar la impresión de tener una respuesta apropiada para cada pregunta. Bajó la cabeza y adoptó una expresión de confusión.

– Supongo que no me servirá de nada si la gente se negara a retirar los cargos.

– Muy probable -dijo el presidente con severidad.

Viejo presuntuoso, pensó Harry, aunque sabía que este tipo de cosas, por humillantes que fueran, beneficiaban a su caso. Cuanto más le reprendieran, menos posibilidades existían de que le enviaran a la cárcel.

– ¿Desea añadir algo más? -preguntó el presidente.

– Sólo que estoy terriblemente avergonzado de mí mismo, señor -contestó Harry en voz baja.

– Ummm -gruñó con escepticismo el presidente, pero el militar cabeceó indicando su aprobación.

Los tres jueces conferenciaron entre murmullos durante un rato. Pasados unos instantes, Harry se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y se obligó a exhalarlo. Era insoportable saber que todo su futuro estaba en manos de estos tres incompetentes. Deseó que se apresurasen y tomasen una decisión. Luego, cuando los tres cabecearon al unísono, deseó que aquel horrible momento se postergara.

El presidente levantó la vista.

– Confío en que una noche entre rejas le haya enseñado la lección -dijo.

Oh, Dios mío, creo que me van a dejar en libertad, pensó Harry.

– Desde luego, señor. No me gustaría repetir la experiencia nunca más.

– Tome las medidas pertinentes.

Se produjo otra pausa; después, el presidente apartó la vista de Harry y se dirigió a la sala.

– No voy a afirmar que creamos todo cuanto hemos oído, pero no consideramos que el acusado deba continuar detenido.

Una oleada de alivio invadió a Harry, y sus piernas flaquearon.

– Se le condena a siete días de prisión. Se le impone una fianza de cincuenta libras.

Harry estaba libre.

Harry vio las calles con nuevos ojos, como si hubiera pasado un año en la cárcel, en lugar de unas pocas horas. Londres se estaba preparando para la guerra. Docenas de inmensos globos plateados flotaban en el cielo, con el fin de obstaculizar a los aviones alemanes. Sacos de arena rodeaban las tiendas y los edificios públicos para protegerlos de los bombardeos. Se habían abierto nuevos refugios antiaéreos en los parques, y todo el mundo llevaba una máscara antigás. La gente tenía la sensación de que podía morir en cualquier momento, y esto la impulsaba a abandonar su reserva y a conversar cordialmente con los extraños.

Harry no se acordaba de la Gran Guerra; tenía dos años cuando terminó. De pequeño, pensaba que «la guerra» era un lugar, porque todo el mundo le decía: «A tu padre le mataron en la guerra», de la misma manera que decían: «Ve a jugar al parque, no te caigas al río, mamá se va a la taberna». Más tarde, cuando fue lo bastante mayor para comprender lo que había perdido, cualquier mención de la guerra le resultaba muy dolorosa. Con Marjorie, la esposa del abogado que había sido su amante durante dos años, había leído la poesía de la Gran Guerra, y durante un tiempo se había considerado pacifista. Después, vio a los Camisas Negras desfilando por Londres y los rostros asustados de los judíos viejos que les contemplaban, y había decidido que valía la pena combatir en algunas guerras. En los últimos años había comprobado con disgusto que el gobierno británico hacía caso omiso de lo que ocurría en Alemania, porque confiaba en que Hitler destruyera a la Unión Soviética. Ahora, la guerra había estallado, y sólo podía pensar en los niños que, como él, vivirían con el hueco dejado por sus padres.