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– ¿Podría decirme cuándo viajó usted fuera del estado por última vez?

– Déjeme recordar, ocurrió en agosto. Fui a Nueva York.

A Jea

– ¿Qué hizo usted el domingo pasado?

– Estuve trabajando.

– ¿En qué trabaja?

– Bueno, soy estudiante del Instituto Tecnológico de Massachussetts, pero los domingos atiendo la barra del Café Blue Note en Cambridge.

Jea

– ¿Y fue allí donde estuvo el domingo pasado?

– Sí. Serví por lo menos a cien personas.

– Gracias, señor King. -Si eso era verdad, no se trataba del violador de Lisa-. ¿Tiene inconveniente en darme el número de teléfono de ese local para que pueda verificar su coartada?

– No me acuerdo de ese número, pero viene en la guía. ¿qué se presupone que he hecho?

– Estamos investigando un caso de incendio premeditado.

– Me alegro de tener coartada.

Le resultaba desconcertante oír la voz de Steve y saber que escuchaba a un perfecto desconocido. Le hubiera gustado poder ver a Henry King, comprobar con sus propios ojos el parecido entre Steve y él. De mala gana, dio fin a la conversación.

– Gracias otra vez, señor. Le ruego me perdone. Buenas noches. -Colgó e infló las mejillas, deshinchadas como consecuencia del desencanto-. ¡Vaya!

Lisa había estado escuchando.

– ¿Le encontraste?

– Sí, nació en Fort Devens y hoy hace veintidós años. Es el Henry King que estamos buscando, sin el menor género de duda.

– ¡Buen trabajo!

– Pero parece contar con una coartada. Dice que estaba trabajando en un bar de Cambridge. -Consultó su cuaderno de notas-. El Blue Note.

– ¿Lo comprobaremos? Se había despertado el instinto cazador de Lisa, cuya perspicacia era aguda.

Jea

– Sólo tenemos los de domicilios particulares. Los teléfonos comerciales están en otro juego de discos.

Jea

– Al habla la detective Susan Farber, de la policía de Boston. Póngame con el encargado, por favor.

– El encargado está al aparato, ¿ocurre algo malo?

El hombre hablaba con acento hispano y parecía intranquilo.

– ¿Tiene un empleado llamado Henry King?

– Hank, si, ¿qué ha hecho ahora?

Sonaba como si Henry King hubiese tenido anteriormente sus más y sus menos con la ley.

– Puede que nada. ¿Cuándo le vio por última vez?

– Hoy, quiero decir ayer, sábado, trabajó en el turno de cuatro de la tarde a medianoche.

– ¿Podría jurarlo, si fuese necesario, señor?

– Eh, sin problemas. -Al encargado pareció aliviarle lo suyo enterarse de que aquello era todo cuanto deseaban de él. Jea

– La coartada se sostiene -confesó Jea

– No te desanimes -dijo Lisa-. Lo hemos hecho muy bien al eliminarle tan deprisa…, en especial tratándose de un nombre tan corriente. Veamos qué pasa con Per Ericson. No serán muchos los que se llamen así.

La lista del Pentágono indicaba que Per Ericson había nacido en Fort Rucker, pero veintidós años después no existía ningún Per Ericson en Alabama. Lisa probó:

P* ERICS?ON

y por si acaso llevaba dos s, probó luego:

P* ERICS$N

para incluir las posibilidades de «Ericsen» y «Ericsan», pero el ordenador no encontró nada.

– Inténtalo en Filadelfia -sugirió Jea

En Filadelfia había tres. El primero resulto ser un tal Peder, el segundo la anciana voz cascada y frágil de un contestador automático, y el tercero una mujer, Petra. Jea

El segundo P. Ericson de Lisa hizo una demostración de su talante malhumorado e injurioso y la muchacha tenía el semblante blanco como el papel cuando colgó el teléfono, pero se tomó una taza de café y luego siguió adelante con determinación.

Cada llamada constituía un pequeño drama. Jea

Cuando Jea

– Oh, lo lamento profundamente. Nuestros datos sin duda no están al día. Perdone la intromisión, señora Ericson. Buenas noches. -Dejó el auricular en la horquilla con aire de persona destrozada. Manifestó en tono solemne-: Cumplía todos los requisitos. Pero falleció el invierno pasado. La persona con la que estaba hablando era su madre. Se me echó a llorar cuando le pregunté por él.

Jea

– ¿Cómo murió?

– Al parecer era un campeón de esquí y se rompió el cuello cuando intentaba algo peligroso.



Un muchacho audaz, sin miedo.

– Suena como si fuese nuestro hombre.

A Jea

– Es duro hacer estas llamadas -dijo Lisa.

– ¿Quieres que nos tomemos un respiro?

– No. -Lisa se había animado-. Lo estamos haciendo muy bien. Ya hemos descartado a dos de los cinco y aún no son las tres de la madrugada. ¿Quién viene ahora?

– George Dassault.

Jea

Surgió otra pega.

– Me parece que no tenemos ninguna garantía de que el hombre al que estamos buscando se encuentre en el CD-ROM -dijo Jea

– Eso es verdad. Puede que no tenga teléfono. O que su número no figure en la guía.

– Podía figurar con algún seudónimo, Pincho Dassault o Capirotazo Jones.

Lisa río entre dientes.

– Podría ser un cantante de rap que hubiera cambiado su nombre por el de Sorbete de Nata Cremosa.

– Podría ser un luchador que se presentara como Billy Acero.

– Podría ser un escritor de novelas del Oeste que firmara Macho Remington.

– O de literatura pornográfica bajo el alias de Heidi Latigazo.

– Pijo Presto.

– Henrietta Chichi.

El estrépito de cristales rotos interrumpió bruscamente sus risas. Jea

Oyó a Lisa decir nerviosamente:

– ¿Quién es?

– Seguridad -llegó la voz de un hombre-. ¿Dejó usted ese jarro de cristal ahí?

– Sí.

– ¿Puedo preguntarle por qué?

– Para que nadie se me acercara furtivamente, sin que yo me diese cuenta. Una se pone nerviosa cuando está trabajando aquí tan tarde.

– Bueno, pues yo no voy a barrer los trozos de cristal. No pertenezco al personal de limpieza.

– Me parece muy bien, déjelos donde están.

– ¿Está usted sola, señorita?

– Sí.

– Echaré un vistazo.

– Como si estuviera en su casa.

Jea

Le oyó andar por el laboratorio.

– ¿Qué clase de trabajo está haciendo, de todas formas?

Su voz sonaba muy cerca de Jea

– Me encantaría hablar un rato, pero sucede que no tengo tiempo, lo que si tengo es una barbaridad de trabajo.

«Si no tuviese tanto trabajo, tío, no estaría aquí en plena noche, así que, ¿porqué no te largas y le dejas que lo haga?»

– Está bien, no pasa nada. -La voz sonaba justo delante de la puerta del armario-. ¿Qué hay aquí dentro?

Jea

– Ahí es donde guardamos los cromosomas de virus radiactivos -dijo Lisa-. Probablemente es completamente seguro, aunque puede entrar si no está cerrado con llave.

Jea

– Creo que pasaré de ello -dijo el guardia de seguridad. Jea

Sucedió una pausa de silencio. Cuando el hombre volvió a hablar, su voz sonó distante y Jea

– Si se siente sola, venga a la garita de vigilancia. Le prepararé una taza de café.

– Gracias -respondió Lisa.

La tensión de Jea

– Ahora está saliendo del edificio informó.

Volvieron a los teléfonos.

Murray Claud era otro nombre poco corriente y lo localizaron enseguida. Jea