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SÁBADO

43

Cogieron el vuelo USAir a Nueva York a las 6.40 de la mañana.

Jea

Mish mantenía una especie de escepticismo tolerante. Le resultaba muy difícil creer la historia de Jea

Los datos de Jea

El caso sugería que Stattner necesitaba dominar mujeres, pero para Jea

Jea

Jea

– Solía trabajar de secretaria y encontré empleo en el FBI -respondió Mish-. Estuve allí diez años. Empecé a darme cuenta de que podía hacer el trabajo mejor que el agente a cuyas órdenes estaba. De modo que presente mi solicitud para recibir formación de policía. Ingresé en la academia, me hice agente de uniforme y luego me presenté voluntaria para misiones secretas en la brigada antidroga. Aquello era escalofriante, pero demostré que tenía valor y resistencia.

Durante un momento, Jea

– Después me trasladé a la Unidad de Abusos contra la Infancia -continuó Mish-. No duré mucho allí. Nadie dura mucho allí. Es un trabajo importante, pero una no puede aguantar mucho esa clase de cosas. Acabaría loca. Así que al final vine a parar a Delitos Sexuales.

– No parece una mejora sustancial.

– Por lo menos, las víctimas son adultas. Y al cabo de un par de años me ascendieron a sargento y me pusieron al cargo de la unidad.

– Opino que todos los detectives que se encargaran de casos de violación deberían ser mujeres -dijo Jea

– No estoy muy segura de compartir tu idea.

Palabras que sorprendieron a Jea

– ¿No crees que las víctimas se explayarían más hablando con mujeres?

– Las víctimas de más edad, puede; las que hayan pasado de los setenta, pongamos.

Jea

– Pero, francamente -continuo Mish-, la mayor parte de las víctimas contarían su experiencia a una farola.

– Los hombres siempre piensan que ellas se lo buscan.

– Pero la denuncia de una violación ha de ponerse en duda en algún punto, si ha de haber un juicio imparcial. Y cuando se llega a esa clase de interrogatorio, las mujeres son capaces de comportarse con más brutalidad que los hombres, especialmente con otras mujeres.

A Jea

Cuando se quedaron sin temas de conversación, Jea

Llegaron a La Guardia poco después de las ocho y tomaron un destartalado taxi amarillo que las adentró por Nueva York. El vehículo tenía los muelles de la suspensión en un estado realmente deplorable y no paró de dar botes y traqueteos a lo largo del trayecto por Queens y el Midtown Tu

La dirección de Wayne Stattner resultó ser un impresionante edificio del centro de la ciudad, al sur de la calle Houston. La mañana era soleada y en las calles ya había gente que compraba bollos, tomaba capuchinos en los bares de las aceras y miraban los escaparates de las galerías de arte.

Un detective de la comisaría número uno las estaba esperando, en un Ford Escort aparcado en doble fila y con una de las puertas posteriores abollada. Les estrechó la mano y se presentó malhumoradamente como Herb Reitz. Jea

– Te agradecemos que hayas acudido a ayudarnos en sábado. -Mish acompañó sus palabras con una sonrisa cálida y coqueta. El hombre se suavizó un poco.

– No hay problema.

– Si alguna vez necesitas que te echen una mano en Baltimore, no tienes más que recurrir a mí personalmente.



– Dalo por hecho.

Jea

Entraron en el edificio y subieron al último piso en un ascensor lentísimo.

– Un apartamento por planta -informó Herb-. Es un sospechoso con pasta. ¿Qué hizo?

– Violación -dijo Mish.

El ascensor se detuvo. La puerta se abría directamente a otra puerta, de forma que no podían apearse hasta que esa otra puerta la del piso, se abriera. Mish pulsó el timbre. Sucedió un largo silencio. Herb mantuvo abiertas las puertas del ascensor. Jea

Por fin llegó una voz del interior:

– ¿Quién coño llama?

Era él. La voz congeló de horror a Jea

– Policía -dijo Herb-, esa es el coño que llama. Abra la puerta.

Wayne Stattner cambió el tono:

– Por favor, muestre su tarjeta de identidad delante del panel de cristal que tiene frente a usted.

Herb puso su insignia delante de la mirilla.

– Muy bien, un momento.

Eso es, pensó Jea

Abrió la puerta un joven despeinado y descalzo, envuelto en un ajado albornoz negro de felpa.

Jea

– ¿Wayne Stattner? -pregunto Herb.

– Sí.

Debió de teñírselo, pensó Jea

– Soy el detective Herb Reitz, de la comisaría numero uno.

– Siempre he colaborado con la policía, Herb -dijo Wayne. Miró a Mish y a Jea

Entraron. El recibidor, carente de ventanas, estaba pintado de negro, con tres puertas rojas. En un rincón se erguía un esqueleto humano del tipo de los que se suelen usar en las escuelas de medicina, pero aquél tenía la boca amordazada con un pañuelo escarlata y unas esposas de acero de la policía sujetaban los huesos de sus muñecas.

Wayne los condujo por una de las puertas rojas a un desván espacioso y de techo alto. Negras cortinas de terciopelo cubrían las ventanas y lámparas de pie iluminaban la estancia. Una bandera nazi de tamaño natural ocupaba una pared. Una colección de látigos llenaban un paragüero, expuestos bajo la luz de un foco. Una gran pintura al óleo, que representaba una crucifixión, descansaba en un caballete de pintor; al acercarse, Jea

Aquel era el hogar de un sádico: no podría resultar más evidente ni aunque lo anunciaran en la puerta con un letrero.

Herb miraba a su alrededor, asombrado.

– ¿Qué hace usted para ganarse la vida, señor Stattner?

– Soy propietario de dos clubes nocturnos de Nueva York. Con franqueza, precisamente ese es el motivo por el que siempre estoy tan predispuesto a cooperar con la policía. He de tener las manos inmaculadamente limpias, con vistas al negocio.

Herb chasqueó los dedos.

– Naturalmente, señor Stattner. Leí algo sobre usted en un artículo de la revista New York. «Jóvenes millonarios de Manhattan.» Debí haber reconocido el nombre.

– ¿No quieren sentarse?

Jea

– Le presento a la sargento Michelle Delaware, de la policía de la ciudad de Baltimore -dijo Herb.

– ¿Baltimore? -Wayne se manifestó sorprendido. Jea

– Se ha teñido el pelo, ¿verdad? -terció Jea

Mish le disparó una centelleante mirada de fastidio. Jea