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Cuando se desprendían de las sudadas prendas deportivas, Lisa inquirió:

– ¿Qué hay de tu padre? Nunca hablas de él.

Jea

– Mi padre está en la cárcel -dijo.

– Oh, Dios. No debí preguntar.

– No importa. Se ha pasado en la cárcel la mayor parte de mi vida. Esta es la tercera condena que cumple.

– ¿A cuánto le sentenciaron?

– Ni me acuerdo. Carece de importancia. Cuando salga, seguirá sin servir para nada. Nunca se preocupó de cuidar de nosotras y no va a empezar a hacerlo ahora.

– ¿Nunca tuvo un empleo normal?

– Sólo cuando deseaba preparar un golpe. Se contrataba como conserje, portero o guarda de seguridad y trabajaba ocho o quince días, mientras estudiaba el terreno antes de cometer allí el robo.

Lisa le dirigió una mirada penetrante.

– ¿Por eso te interesa tanto la genética de la criminalidad?

– Puede.

– Probablemente no. -Lisa hizo un gesto como si apartara aquello a un lado-. De todas formas, no me gusta nada el psicoanálisis de aficionados.

Entraron en las duchas. Jea

Jea

En cuanto salió de debajo del agua olió a quemado. No vio llamas, pero las densas nubes de humo negro grisáceo casi llegaban al techo. Parecía salir de los ventiladores. Se había declarado un incendio.

Sintió miedo. Nunca había estado en un incendio.

Las que tenían sangre fría agarraban sus bolsas y se dirigían a la puerta. Otras se entregaban a la histeria, se chillaban unas a otras con voz asustada y corrían de un lado para otro, sin rumbo. Un imbécil de seguridad, con la cara y la nariz cubiertas por un pañuelo moteado, las asustó todavía más al entrar en el vestuario, empujarlas y darles órdenes a voces.

Jea

Lo hizo todo en contados segundos, pero en ese espacio de tiempo la sala se quedó vacía de personas y llena de humo. Ya no veía la puerta y empezó a toser. Le aterró la idea de que le fuese imposible respirar. «Se dónde está la puerta, todo lo que tengo que hacer es conservar la calma», se dijo. Llevaba en el bolsillo de los vaqueros las llaves y el dinero. Cogió la raqueta de tenis. Contuvo la respiración, mientras atravesaba el vestuario con paso rápido, rumbo a la salida.

La densa humareda llenaba el pasillo y los ojos de Jea

Apoyó una mano temblorosa en la pared, a fin de orientarse mientras se apresuraba pasillo adelante, aún con la respiración contenida. Pensó que podía tropezar con otras mujeres, pero al parecer todas las demás se le habían adelantado. Al acabarse la pared, Jea

Ya no podía contener la respiración por más tiempo. Aspiró aire con un gemido. Tragaba mas humo que oxígeno y eso la hizo toser convulsivamente. Retrocedió tambaleándose a lo largo de la pared, agitada dolorosamente por los accesos de tos, con las fosas nasales ardiendo y los ojos llenos de lágrimas, casi incapaz de verse las manos aunque se las pusiera delante de las narices. Con todo su ser anhelando una bocanada de aire a la que durante veintinueve años no había dado importancia. Siguió por la pared hasta la máquina de Coca-Cola y la rodeó. Comprendió que había encontrado la escalera en el momento en que tropezó con el primer peldaño. Se le escapó la raqueta de la mano y la perdió de vista.

Era una raqueta especial -con ella había ganado el Mayfair Lites Challenge-, pero la dejó abandonada y gateó escaleras arriba a cuatro patas.

Al llegar al espacioso vestíbulo de la planta baja comprobó que gran parte del humo se había disipado súbitamente. Vio las puertas del edificio, abiertas de par en par. Un guardia de seguridad estaba en la entrada, por la parte exterior; le hacía señas y le gritaba:

– ¡Venga!

Sin dejar de toser, medio ahogada, Jea

Permaneció en la escalinata dos o tres minutos, doblada sobre sí misma, aspirando bocanadas de aire y expulsando el humo de sus pulmones. Cuando por fin la respiración alcanzó la normalidad oyó la sirena de un vehículo de emergencia que ululaba a lo lejos. Volvió la cabeza y buscó a Lisa con la mirada, pero no la localizó por parte alguna.

Seguramente ya habría salido. Estremecida todavía, Jea

Lisa no estaba entre la multitud. Dominada por una creciente angustia, Jea

– Temo que mi amiga pueda haberse quedado ahí dentro -dijo. Captó la vibración del miedo que matizaba su propia voz.

– No seré yo quien entre a buscarla -dijo el guardia rápidamente.





– Un hombre valiente -saltó Jea

No estaba segura de haber deseado que lo hiciera, pero tampoco esperaba que aquel individuo fuera tan completamente inútil.

Apareció el resentimiento en la expresión del guardia.

– Ese trabajo les corresponde a ellos -señaló el coche de bomberos que se acercaba por la carretera.

Jea

Le pareció que se movían tan despacio que le entraron ganas de sacudirlos y gritarles: «¡Rápido! ¡Rápido!». Llegó otro coche de bomberos y después un vehículo de la policía con la banda azul y plata del Departamento de Policía de Baltimore.

Mientras los bomberos arrastraban la manguera hacia el interior del edificio, un oficial abordó e interrogó al guardia del vestíbulo:

– ¿Dónde cree que empezó?

– En el vestuario de mujeres -le contestó el guardia.

– ¿Y dónde está eso, exactamente?

– En el sótano, al fondo.

– ¿Cuántas salidas tiene el sótano?

– Sólo una, la escalera que sube hasta el vestíbulo principal, que está ahí mismo.

Un empleado de mantenimiento que andaba por allí cerca le contradijo:

– Hay una escalerilla en la sala de máquinas de la piscina. Da a una trampilla de acceso situada en la parte trasera del edificio.

Jea

– Creo que es posible que una persona este aún ahí dentro -dijo.

– ¿Hombre o mujer?

– Mujer. Veinticuatro años, rubia, baja de estatura.

– Si está ahí, la encontraremos.

Jea

Al individuo de seguridad que estuvo en el vestuario no se le veía por parte alguna. Jea

– Hay otro guardia de seguridad en el edificio. No lo veo por ninguna parte. Un hombre alto.

– El único guardia de seguridad del edificio soy yo. No hay ningún otro -intervino el guardia del vestíbulo.

– Bueno, el que yo digo llevaba una gorra con la palabra SEGURIDAD escrita en ella y ordenaba a la gente que evacuara el edificio.

– Me importa un rábano lo que llevase escrito en la gorra…

– ¡Oh, vamos, por el amor de Dios, deje de discutir! -saltó Jea

Cerca de ellos, escuchándoles, había una muchacha con las vueltas del pantalón caqui arremangadas.

– Yo vi a ese tipo, un guarro asqueroso -dijo-. Me metió mano.

– Tranquilas -aconsejó el jefe de bomberos-, los encontraremos a todos. Gracias por su colaboración.

Se alejó.

Jea

¿Qué iba a hacer ahora? Los hombres del servicio contra incendios entraban en el gimnasio con sus cascos y sus botazas. Ella iba descalza y se cubría con una camiseta de manga corta. Si intentaba entrar allí, la echarían inmediatamente. Apretó los puños con fuerza, consternada. «¡Piensa, piensa! ¿En qué otro sitio puede estar Lisa?»