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– Odio -dijo Case-. ¿A quién odio yo? Dímelo tú.

– ¿A quién amas? -preguntó la voz del finlandés.

Llevó el programa a un lado y se precipitó hacia las torres azules.

Unos cuerpos se lanzaban desde las ornamentadas y fulgurantes agujas: formas que parecían sanguijuelas centelleantes y que eran planos móviles de luz. Había centenares de ellas, elevándose en un remolino, en un movimiento tan aleatorio como una nube de hojas de papel en las calles, al viento del amanecer.

– Sistemas de seguridad -dijo la voz.

Arremetió hacia arriba, animado por el autoaborrecimiento. Cuando el programa Kuang encontró al primero de los defensores, esparciendo las hojas de luz, sintió que el objeto tiburón era menos sustancial: la trama de información era menos firme.

Y entonces -vieja alquimia del cerebro y de su inmensa farmacopea- el odio fluyó hacia sus manos.

Justo antes de enterrar el aguijón del Kuang en la base de la primera torre, alcanzó un nivel de pericia superior a cualquier cosa que hubiera conocido o imaginado. Más allá del ego, más allá de la personalidad, más allá de la conciencia, se movía; el Kuang se movía con él, evadiendo a sus agresores con una danza arcana, la danza de Hideo; y en ese mismo instante, por la claridad y la simplicidad de su deseo de morir, le fue otorgada la gracia de la internase mente-cuerpo.

Y uno de los pasos de esa danza fue un levísimo toque en el interruptor, apenas suficiente para volver.

ahora

y su voz el grito de un pájaro

desconocido,





3Jane respondiendo en un canto,

tres notas altas y puras.

Un verdadero nombre.

Jungla de neón, lluvia que salpicaba sobre el asfalto caliente. Olor a comida frita. Las manos de una muchacha unidas en la cintura de él, dentro de la sudorosa oscuridad de un ataúd de puerto.

Pero todo esto se escapaba, como escapa el paisaje urbano: la ciudad que es Chiba, que es la información clasificada de la Tessier-Ashpool S.A., las calles y los cruces impresos en la cara de un microchip, el dibujo manchado de sudor de una bufanda doblada y anudada.

Caminando hacia una voz que era música, la terminal de platino que silbaba melodiosamente, interminablemente, hablando de cuentas suizas numeradas, de un pago a Sión a través de un banco orbital de las Bahamas, de pasaportes y pasajes, y de cambios básicos y profundos que se llevarían a cabo en la memoria de Turing.

Turing. Recordó una carne estampada bajo un cielo proyectado, arrojada en espiral por encima de una baranda de hierros. Recordó la calle Desiderata.

Y la voz siguió cantando, guiándolo de regreso a la oscuridad, pero era su propia oscuridad, pulso y sangre, en la que siempre había dormido, detrás de sus propios ojos.

Y despertó de nuevo, pensando que había soñado, a una blanca y ancha sonrisa enmarcada por incisivos de oro: Aerol, que lo sujetaba a una red de gravedad en el Babylon Rocker .

Y entonces el prolongado latido del sonido dub de Sión.