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– Di a los de seguridad que suban -le dijo Case.

En seguida corrió hacia el fondo del corredor, donde la chica no podía verlo. Las últimas dos puertas estaban cerradas, presumiblemente con llave. Dio media vuelta y con la suela de su zapatilla deportiva golpeó la laca azul de la puerta enchapada del fondo. Saltó en pedazos: un material barato cayó de un marco hecho astillas. Había oscuridad allí: la curva blanca de una terminal. Se volvió a la puerta de la derecha, apoyando las dos manos en el pomo de plástico transparente. Algo se quebró, y él ya estaba adentro. Había sido allí donde Wage y él se habían reunido con Matsuga; pero fuera lo que fuese, la empresa de Matsuga no estaba allí desde hacía tiempo. Ni terminal ni nada. Desde el callejón trasero, una luz se filtraba a través del plástico tiznado de hollín. Alcanzó a ver un sinuoso lazo de fibras ópticas que sobresalían de un enchufe en la pared, un montón de cajas de comida desechadas, y la barquilla sin aspas de un ventilador eléctrico.

La ventana era una lámina simple de plástico barato. Se quitó la chaqueta, se la enrolló en la mano derecha, y golpeó. Rompió la lámina pero tuvo que darle dos golpes más para sacarla del marco. Sobre el enmudecido caos de los juegos comenzó a sonar una alarma, detonada por la ventana rota o por la chica que estaba a la entrada del corredor.

Case se volvió, se puso la chaqueta, extrajo la cobra y la extendió.

Con la puerta cerrada, contaba con que su perseguidor pensase que se habría marchado por la que había roto de un puntapié. La pirámide de bronce de la cobra comenzó a balancearse levemente; el eje de acero en espiral le amplificaba el pulso.

No sucedió nada. Sólo la onda de la alarma, el fragor de los juegos, el martilleo del corazón. Cuando el miedo llegó, fue como un amigo a medias olvidado. No el frío y rápido mecanismo paranoico de la dextroanfetamina, sino simple miedo animal. Hacía tanto tiempo que vivía en un filo de constante ansiedad que casi había olvidado lo que era el miedo verdadero.

Aquel cubículo era el tipo de lugar donde la gente moría. Él mismo podía morir allí. Ellos quizá tenían pistolas…

Un estampido, al otro extremo del corredor. Una voz de hombre que gritaba algo en japonés. Un alarido; terror agudo. Otro estampido.

Y ruido de pasos; pausados, acercándose.

Pasaron frente a la puerta cerrada. Se detuvieron durante tres rápidos latidos. Y regresaron. Uno, dos, tres. Un tacón de bota raspó la moqueta.

Lo último que le quedaba de su bravata octógono-inducida se derrumbó de golpe. Metió la cobra en el mango y gateó hacia la ventana; ciego de miedo, con los nervios chillando. Se irguió, salió y cayó, todo antes de ser consciente de lo que había hecho. Golpeó el pavimento y un dolor sordo le subió por las canillas.

Una estrecha franja de luz que salía de una puerta de servicio semiabierta enmarcaba un atado de fibra óptica desechada y el armazón de una herrumbrosa consola. Había caído boca abajo sobre una húmeda plancha de madera astillada; rodó hacia un lado, bajo la sombra de la consola. La ventana del cubículo era un tenue cuadrado de luz. La alarma subía y bajaba, allí era más fuerte; la pared trasera apagaba el estruendo de los juegos.

Apareció una cabeza, enmarcada por la ventana, envuelta en las luces fluorescentes del corredor; y desapareció. Regresó, pero él seguía sin poder distinguir la cara. Un destello de plata le cruzaba los ojos. -Mierda -dijo alguien; una mujer, con acento del norte del Ensanche.

La cabeza desapareció. Case permaneció bajo la consola durante veinte segundos bien contados, y luego se levantó. Tenía aún en la mano la cobra de acero, y tardó unos segundos en recordar lo que era. Se alejó cojeando por el callejón; cuidando de no forzar el tobillo izquierdo.

La pistola de Shin era una quincuagenaria imitación vietnamita de una copia sudamericana de una Walther PPK, de doble acción al primer disparo y de difícil carga. Tenía el peine de un rifle largo calibre 22, y Case hubiera preferido explosivos de plomo de azida en lugar de las sencillas balas chinas de punta hueca que Shin le había vendido.

No obstante, era un arma de mano y tenía munición para nueve cargas, y mientras bajaba por Shiga desde el quiosco de sushi, la iba acunando en el bolsillo de la chaqueta. La empuñadura era de plástico rojo y brillante, moldeada en forma de dragón; algo por donde pasar el pulgar en la oscuridad. Había dejado la cobra en un cubo de basura de Ninsei, y había tragado en seco otro octógono.

La pastilla le encendió los circuitos y siguió el torrente de transeúntes desde Shiga hasta Ninsei; y de allí hacia Baiitsu. Su perseguidor, concluyó, había desaparecido; y eso estaba muy bien. Tenía llamadas que hacer, negocios que discutir, y no podía esperar. Una manzana abajo de Baiitsu, hacia el puerto, se levantaba un anónimo edificio de diez pisos de oficinas, construido con feos ladrillos amarillos. Las ventanas estaban a oscuras, pero si uno estiraba el cuello se veía un débil resplandor en el tejado. Cerca de la entrada, un aviso de neón apagado anunciaba HOTEL BARATO, bajo un enjambre de ideogramas. Si aquel lugar tenía otro nombre Case lo ignoraba; siempre se lo mencionaba como Hotel Barato. Se llegaba por un callejón lateral a Baiitsu, donde un ascensor esperaba al pie de un conducto transparente. El ascensor, al igual que el Hotel Barato, era un añadido, pegado al edificio con bambú y resina epoxídica. Case subió a la jaula de plástico y usó su llave, una pieza plana de rígida cinta magnética.

Había alquilado allí un nicho de pago semanal desde que llegó a Chiba, pero no dormía nunca en el Hotel Barato. Dormía en lugares más baratos.

El ascensor olía a perfumes y a cigarrillo; las paredes de la cabina estaban rayadas, y con manchas de dedos. Al pasar por el quinto piso vio las luces de Ninsei. Tamborileó con los dedos en el mango de la pistola mientras la cabina perdía velocidad con un siseo gradual. Como siempre, se detuvo en seco con una violenta sacudida, pero él estaba prevenido. Salió al patio que hacía las veces de vestíbulo y jardín.

En la alfombra cuadrada de césped de plástico verde, un adolescente japonés estaba sentado detrás de un monitor en forma de C, leyendo un libro de texto. Los nichos blancos de fibra de plástico se apilaban en un entramado de andamios industriales. Seis hileras de nichos, diez a cada lado.

Case hizo un gesto al muchacho y cojeó por la hierba plástica hacia la escalerilla más cercana. El conjunto estaba techado con una plancha de laminado barato que se sacudía ruidosamente cuando el viento soplaba y que goteaba cuando llovía, pero era razonablemente difícil abrir los nichos sin una llave.

La pasarela de hierro reticulado vibró debajo de él mientras se adelantaba por la tercera hilera hacia el número 92. Los nichos eran de tres metros de largo; las compuertas, ovaladas, tenían un metro de ancho y poco menos de metro y medio de alto. Metió la llave en la ranura y esperó un momento la verificación de la computadora central. Unos pestillos magnéticos emitieron un zumbido tranquilizador y la compuerta se levantó en vertical con un chirrido de muelles. Unas luces fluorescentes titilaron mientras él gateaba hacia el interior, cerraba la compuerta de detrás, y tiraba con fuerza del panel que activaba la cerradura.

En el número 92 no había más que un ordenador Hitachi de bolsillo y una pequeña caja refrigerada de poliestireno blanco. La caja contenía los restos de tres bloques de hielo seco de diez kilos cada uno, cuidadosamente envueltos en papel para retardar la evaporación, y un frasco de laboratorio de aluminio centrifugado. Agazapado en el acolchado de espuma templada que era al mismo tiempo cama y suelo, Case sacó de su bolsillo la 22 de Shin y la puso encima del refrigerador. Luego se quitó la chaqueta. La terminal del nicho estaba empotrada en una pared cóncava, frente a un tablero que especificaba las reglas de la casa en siete idiomas. Sacó de la pared el teléfono rosado y marcó de memoria un número de Hong Kong. Lo dejó sonar cinco veces y luego colgó. El comprador de los tres megabits de RAM caliente de Hitachi no recibía llamadas.





Marcó un número de Tokio, en Shinjuku.

Una mujer contestó; algo en japonés.

– ¿Está el Víbora?

– Me alegra oírte -dijo el Víbora, entrando por una extensión-. He estado esperando tu llamada.

– Tengo la música que querías. -Mirando hacia el refrigerador.

– Me alegra escuchar eso. Tenemos problemas de caja. ¿Puedes aguantar?

– Hombre, es que necesito el dinero con urgencia…

El Víbora colgó.

– Hijo de puta -dijo Case al zumbido del auricular. Contempló la pistolita barata. – Problemático -añadió-, esta noche todo parece problemático.

Case entró en el Chat una hora antes del amanecer, ambas manos en los bolsillos de la chaqueta; una sostenía la pistola alquilada, la otra el frasco de aluminio.

Ratz estaba en una de las mesas del fondo, bebiendo agua Apollonaris de una jarra de cerveza; sus ciento veinte kilos de carne fláccida se apoyaban en la pared, sobre una silla quejumbrosa. Un muchacho brasileño llamado Kurt estaba en la barra, sirviendo a un pequeño grupo de borrachos en su mayoría silenciosos. El brazo plástico de Ratz zumbó al levantar la jarra. Tenía el cráneo tonsurado cubierto por una película de sudor. -Te ves mal, amigo artiste -dijo, exhibiendo la húmeda carcoma de sus dientes.

– Me va bien -dijo Case, y sonrió como una calavera-. Súper bien. -Se dejó caer en la silla opuesta a la de Ratz, con las manos aún en los bolsillos.

– Y vas de un lado a otro en ese refugio portátil hecho de copas y anfetas, claro. A prueba de emociones fuertes, ¿no?

– ¿Por qué no me dejas en paz, Ratz? ¿Has visto a Wage?

– A prueba del miedo y de la soledad -continuó el barman-. Presta atención al miedo. Quizá sea tu amigo.

– ¿Has oído algo de una pelea en la vídeo galería esta noche, Ratz? ¿Algún herido?

– Un loco se cargó a un guardia de seguridad. -Se encogió de hombros.- Una chica, dicen.

– Tengo que hablar con Wage, Ratz, yo…

– Ah. -Ratz apretó los labios; redujo la boca a una sola línea. Miraba más allá de Case, hacia la entrada.- Creo que estás a punto de hacerlo.

La imagen de los shurikens en la vitrina centelleó de súbito. La droga le chilló en la cabeza. La pistola le resbalaba en la mano sudorosa.

– Herr Wage -dijo Ratz, extendiendo con lentitud su prótesis rosada, como si esperara recibir un apretón de manos-. Qué gran placer. Pocas veces nos honras.