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La rabia se le expandía, inexorable, exponencial, montada sobre la ola de betafenetilamina como onda portadora, un fluido sísmico, rico y corrosivo. Su erección era como una barra de plomo. Los rostros que los rodeaban en el Emergency parecían muñecas pintarrajeadas, las partes rosadas y blancas que correspondían a las bocas que se movían y se movían; las palabras emergían como globos de sonido discontinuo. Miró a Cath y le vio cada poro de la piel bronceada, los ojos planos como cristal mudo, un tinte de metal muerto, una ligera hinchazón, asimetrías mínimas en el pecho y la clavícula, la… Un destello intenso de luz blanca detrás de los ojos.

Soltó la mano de Cath y fue bamboleándose hasta la puerta, empujando a alguien que estaba en su camino.

– ¡Vete a la mierda! -gritó ella detrás-. ¡Hijo de puta!

No sentía las piernas. Las usó como zancos, tambaleándose enloquecidamente por el pavimento embaldosado de Jules Veme, un lejano tronar en los oídos, su propia sangre, filosas láminas de luz que le biseccionaban el cráneo en una docena de ángulos.

Y de pronto se quedó quieto, ergido los puños apretados contra los muslos, la cabeza echada hacia atrás, los labios torcidos, temblando. Mientras miraba el zodíaco para perdedores de Freeside, las constelaciones de club nocturno del cielo holográfico cambiaron como un fluido que se deslizara por el eje de la sombra, para agruparse, como seres vivientes, en el centro exacto de la realidad. Por último se dispusieron individualmente y en grupos de mides ' hasta formar un retrato sencillo e inmenso, creando con puntos la imagen monocromática suprema, estrellas contra el cielo nocturno: el rostro de la señorita Linda Lee.

Cuando consiguió apartar la vista, bajar los ojos, encontró a todos los demás rostros en la calle mirando hacia arriba: los turistas que paseaban estaban inmovilizados, maravillados. Y cuando las luces del cielo se apagaron, se oyó una desordenada algarabía que resonó en las terrazas y en los balcones alineados de hormigón lunar.

En alguna parte, un reloj comenzó a sonar, alguna antigua campana europea.

Medianoche.





Caminó hasta la salida del sol.

El efecto de la droga se desvaneció, el esqueleto cromado se corroía hora a hora, la carne se solidificaba, la carne de la droga era reemplazada por la carne de la vida. No podía pensar. Eso le gustaba: estar consciente y no poder pensar. Parecía transformarse en todo cuanto veía: un banco de plaza, una nube de polillas blancas alrededor de un farol antiguo, un jardinero robot a rayas diagonales negras y amarillas.

Un amanecer grabado, rosado y violento, reptó por el sistema Lado-Acheson. Se obligó a comer una tortilla en un café de Desiderata, a beber agua, a fumar el último cigarrillo. Ya había movimiento en la terraza-prado del Intercontinental: una madrugadora concurrencia que tomaba el desayuno, concentrada en sus cafés y croissants, bajo las rayadas sombrillas.

Aún conservaba su ira. Era como estar dormido en un callejón y despertar para encontrar que la cartera seguía en el bolsillo, intacta. Eso lo reconfortaba; no podía darle nombre ni objeto.

Bajó en el ascensor revisándose los bolsillos en busca del chip de crédito de Freeside que servía de llave. Las ganas de dormir parecían reales ahora; era algo que podría hacer. Acostarse en la espuma color arena y volver a encontrar el vacío.

Estaban esperando allí, tres de ellos, con su perfecta ropa deportiva blanca y sus bronceados artificiales que contrastaban con la elegancia orgánica y tejida a mano de los muebles. La chica estaba sentada en un sofá de mimbre, una pistola automática junto a ella sobre el estampado de hojas de los almohadones.

– Turing -dijo-. Estás arrestado.