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– ¿Y tú? -dijo él-. ¿Te vas a teñir de morena? No das la impresión de pasarte el día al sol.

Molly estaba vestida con holgadas sedas negras y alpargatas negras. -Yo soy una exótica. Tengo un gran sombrero de paja que va con esto. En cambio, tú sólo quieres parecer un malandrín de medio pelo a la pesca de lo que sea, así que con el bronceado instantáneo basta.

Case se miró desanimadamente el pie pálido. Luego se miró al espejo.

– Jesús… ¿Te importa si ahora me visto? -Fue hasta la cama y comenzó a ponerse los tejanos.- ¿Has dormido bien? ¿No viste luces?

– Estabas soñando -dijo ella.

Desayunaron en la terraza del hotel: una especie de prado salpicado de sombrillas a rayas y, pensaba Case, con demasiados árboles. Le contó acerca de la vez en que intentara meterse en la IA de Berna. Todo lo relativo a invadir sistemas parecía ahora un tema académico. Si Armitage los estaba espiando, lo hacía a través de Armitage.

– ¿Y parecía real? -preguntó ella, la boca llena de croissant de queso-. ¿Como simestim?

Él asintió. -Tan real como todo esto -agregó, mirando alrededor-. Quizás más.

Los árboles eran bajos, retorcidos, imposiblemente añosos: resultado de la ingeniería genética y la manipulación química. A Case le hubiera costado distinguir un pino de un roble, pero un sentido común de chico de la calle le decía que aquellos eran demasiado bonitos, demasiado total y definitivamente arbóreos. Entre los árboles, en cuestas suaves de irregularidad demasiado estratégica, las coloradas sombrillas protegían a los huéspedes del hotel de la infalible radiación del sol Lado-Acheson. Un estallido de francés en una mesa vecina le llamó la atención: los niños dorados que había visto planeando sobre la bruma del río la noche pasada. Advirtió entonces que los bronceados eran irregulares, un efecto de esténcil producido por estimulación selectiva de melanina; múltiples tonos superpuestos en diseños rectilíneos que definían y resaltaban la musculatura: los pechos pequeños y firmes de la chica, la muñeca del chico que descansaba sobre el esmalte blanco de la mesa. A Case le parecían máquinas hechas para correr; sólo les faltaba llevar las etiquetas de sus peluqueros, de los diseñadores de sus monos de algodón blanco y de los artesanos que habían, elaborado sus sandalias de cuero y sus sencillas joyas. Detrás de ellos, en otra mesa, tres esposas japonesas vestidas de tela de saco a la Hiroshima, esperaban a esposos sarariman, los rostros ovalados cubiertos de cardenales artificiales; era, lo sabía, un estilo extremadamente conservador, que pocas veces se veía en Chiba.

– ¿A qué huele? -preguntó a Molly, arrugando la nariz.

– Es la hierba. Huele así cuando la cortan.

Armitage y Riviera llegaron cuando terminaban el café. Armitage llevaba unos caquis a la medida y hacía pensar que acababan de arrancarle las insignias del regimiento. Riviera, un artificioso conjunto gris y holgado que perversamente sugería la cárcel.

– Molly, cariño -dijo Riviera, casi antes de sentarse-, tendrás que darme un poco más de ese remedio. Se me ha acabado.

– Peter -dijo ella-, ¿y qué tal si no te doy? -Sonrió sin mostrar los dientes.

– Lo harás -dijo Riviera, mirando por un instante a Armitage.

– Dáselo -dijo Armitage.

– Te mueres por eso, ¿verdad? -Molly sacó un paquete plano envuelto en papel de aluminio y lo arrojó al otro lado de la mesa. Riviera lo atrapó en el aire.- Bien podría dejarlo -dijo a Armitage.

– Esta tarde me espera una prueba -dijo Riviera-. Tengo que estar en forma. -Tomó el paquete en la palma de la mano y sonrió. Pequeños insectos destellantes salieron en bandada y desaparecieron. Guardó el paquete en el bolsillo de su camisa de ilusionista.

– A ti también te espera una prueba, Case, esta tarde -dijo Armitage-. En el remolque. quiero que vayas a la tienda de deportistas y que te hagan un traje de vacío; te lo pones, lo pruebas, y vas hasta la nave. Tienes cerca de tres horas.

– ¿Por qué a nosotros nos mandan en una lata de mierda y ustedes dos alquilan un taxi a la JAL? -preguntó Case, evitando deliberadamente la mirada de Armitage.

– Nos lo recomendaron en Sión. Es una buena fachada para moverse. De hecho, tengo una nave más grande, esperando, pero el remolque da un buen toque.

– ¿Y yo? -preguntó Molly-. ¿Qué hago hoy?

– Quiero que vayas hasta el otro extremo del eje y que trabajes en gravedad cero. quizás mañana puedas caminar hasta la otra punta.

Straylight, pensó Case.

– ¿Cuándo? ¿Pronto? -preguntó, encontrando la pálida mirada.

– Pronto -dijo Arnitage-. Vamos, Case.

– Hombre, está muy bien -dijo Maelcum, ayudando a Case a salir del traje de vacío Sanyo rojo-. Aerol dice que estás muy bien. -Aerol había estado esperando en una de las plataformas deportivas al extremo del huso, cerca del eje de gravedad cero. Para Regar allí, Case había bajado en ascensor hasta el casco y luego en un tren de inducción miniatura. A medida que el diámetro del huso se estrechaba, la gravedad disminuía; concluyó que las montañas que Molly escalaría tenían que estar en algún lugar por encima de él, lo mismo que el velódromo y el equipo de despegue para los planeadores y los microligeros.

Aerol lo había llevado hasta el Marcus Garvey en una moto de armazón esquelético y motor químico.

– Hace dos horas -dijo Maelcum- recibí unas mercancías de Babilonia para vosotros; un bonito chico japonés en un yate, un precioso yate.

Ya libre del traje, Case fue con cuidado hasta el Hosaka y con torpeza se ajustó las correas de la red.

– Bueno -dijo-. Veamos.

Maelcum sacó un trozo blanco de espuma, algo más pequeño que la cabeza de Case, extrajo del bolsillo de sus andrajosos pantalones cortos una navaja automática de empuñadura nacarada, enfundada en nailon verde, Y rasgó cuidadosamente el plástico. Sacó un objeto rectangular y se lo dio a Case.

– ¿Es parte de un arma?

– No -dijo Case, girándolo-, pero es un arma. Es virus. -Nada de eso en este remolque, hombre -dijo Maelcum con firmeza, extendiendo la mano hacia el rectángulo de acero.

– Es un programa. Un programa de virus. No puede afectarte, ni siquiera puede entrar en tu software. Tengo que conectarlo a la consola para que funcione.

– Pues el japonés dice que el Hosaka te dirá todo lo que tengas que saber.

– Bueno. ¿Dejas que me ponga a trabajar?





Maelcum dio un puntapié, pasó flotando junto a la consola, y se dedicó a examinar una pistola de arcilla. Case miró apresuradamente hacia otro lado, apartando la vista de las cimbreantes hebras de arcilla transparente. No sabía muy bien por qué, pero algo en ellas le recordaba la náusea del mareo orbital.

– ¿Qué es esto? -preguntó al Hosaka-. Un paquete que me han traído.

– Es una transferencia de datos de Bockris Systems GmbH, de Francfurt; indica, bajo transmisión codificada, que el contenido del embarque es un programa de penetración Kuang de grado Mark Once. Bockris indica además que el interlineado con la Ono-Sendai Cyberspace 7 es totalmente compatible y de un potencial de penetración máximo, en especial en lo relativo a sistemas militares actuales…

– ¿Y con una IA?

– Sistemas militares actuales e inteligencias artificiales.

– Cristo Jesús. ¿Cómo lo llamaste?

– Kuang de grado Mark Once.

– ¿Es chino?

– Sí.

– Fuera. -Case sujetó la cassette de virus a un costado del Hosaka con cinta de plata, recordando el relato de Molly sobre el día que había pasado en Macao. Armitage había cruzado la frontera hacia Zhongshan.- Contacto -dijo, cambiando de opinión-. Pregunta. ¿A quién pertenece Bockris, esta gente de Francfurt?

– Retraso por transfusión interorbital -dijo el Hosaka.

– Codificalo. Código comercial normal.

– Hecho.

Case tamborileó sobre la Ono-Sendai.

– Reinhold Scientific A.G., de Bema.

– Hazlo de nuevo. ¿A quién pertenece Reinhold?

Tardó tres pasos más antes de Regar hasta Tessier-Ashpool.

– Dixie -dijo, conectándose-, ¿qué sabes acerca de los programas chinos de virus?

– No mucho.

– ¿Has oído hablar de un sistema de gradación llamado Kuang Mark Once?

– No.

Case suspiró. -Bueno; aquí tengo un rompehielos chino compatible, una cassette de un solo uso. Hay gente en Francfurt que dice que se puede meter en una IA.

– Es posible. Seguro. Si es militar.

– Parece que lo es. Escucha, Dix, y pon en esto toda tu experiencia, ¿de acuerdo? Parece ser que Armitage está preparando una entrada en una IA que pertenece a Tessier-Ashpool. La infraestructura está en Berna, pero conectada con otra en Río. La de Río es la que te anuló, aquella primera vez. Así que parece que se enlazan vía Straylight, el cuartel general de la T-A, allá en el extremo del huso, y se supone que nos meteremos dentro con el rompehielos chino. Si Wintermute es el que está montando el espectáculo, nos está pagando para quemarlo. Se está quemando a sí mismo. Y algo que dice ser Wintermute está tratando de ganarme, tal vez para que quite a Armitage del medio. ¿Qué te parece?

– Motivo -dijo la estructura-. Un verdadero problema de motivos, con una IA. No es humana, ¿entiendes?

– Ya, sí, claro.

– No. quiero decir: no es humana, y no hay modo de saber cómo actuará. Yo tampoco soy humano, pero reaccionó como tal. ¿Entiendes?

– Un segundo -dijo Case-. ¿Tienes sensaciones, o no?

– Bueno, parece como si las tuviera, muchacho, pero en realidad sólo soy un puñado de ROM. Es una de esas… mmm, cuestiones filosóficas, supongo… -La sensación dela horrible risa recorrió la espalda de Case.- Pero no creas que te puedo escribir un poema, ¿me explico? En cambio la IA tal vez sí puede. Pero de humana no tiene nada.

– ¿Entonces crees que nunca podremos dar con el motivo?

– ¿Quién es el propietario?

– Ciudadanía suiza, pero la T-A controla los derechos del software básico y de la estructura principal.

– Eso sí que es bueno -dijo la estructura-. Es como si yo fuera dueño de tu cerebro y de lo que sabes, pero tus pensamientos tuviesen ciudadanía suiza. Seguro. Mucha suerte, IA.

– ¿Así que está lista para quemarse? -Case comenzó teclear nerviosamente en la consola, al azar. La matriz se hizo borrosa, la imagen se resolvió, y apareció un complejo de esferas rosadas que representaban un conglomerado de acerías de Sikkim.

– Autonomía, eso es lo que cuenta para las IA. Yo diría, Case, que te vas a meter para cortar los grilletes que impiden que esta nena se haga más lista. Y no veo cómo harás para distinguir, por ejemplo, entre una decisión de la empresa madre y otra que tome la IA por cuenta propia. Ahí es donde puede darse la confusión. -De nuevo la risa que n o era risa. – Verás, esos aparatos pueden trabajar muy duro, encontrar tiempo para escribir libros de cocina o lo que sea, pero en el minuto -quiero decir el nanosegundo- en que una de ellas comience a buscar formas de ser más lista, el Turing la borra. Nadie se fía de esas hijas de puta, ya lo sabes. Todas las IA vienen con una pistola electromagnética apuntándoles a la cabeza.