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Pasado algún tiempo me dijeron que Teresa Martín, la hija de don Rufo, se iba a monja. Y al manifestar mi extrañeza por ello, me añadieron que había sido novia de Agustín Pérez, el becario, y que desde la muerte de éste se hallaba inconsolable. Pensaba haberse casado en cuanto tuviera partido.
– ¿Y los padres? -se me ocurrió argüir.
Y al contar yo luego al que me trajo esa noticia la manera como sus padres se lo habían comido, me replicó inhumanamente:
– ¡Bah! De no haberle comido sus padres, habríale comido su novia.
– ¿Pero es -exclamé entonces- que estamos condenados a ser comidos por uno o por otro?
– Sin duda -me replicó mi interlocutor, que es hombre aficionado a las ingeniosidades y paradojas-, sin duda; ya sabe usted aquello de que en este mundo no hay sino comerse a los demás o ser comido por ellos, aunque yo creo que todos comemos a los otros y ellos nos comen. Es un devoramiento mutuo.
– Entonces vivir solo -dije.
Y me replicó:
– No logrará usted nada, sino que se comerá a sí mismo, y esto es lo más terrible, porque al placer de devorarse se junta el dolor de ser devorado, y esta fusión en uno del placer y el dolor es la cosa más lúgubre que pueda darse.
– Basta -le repliqué.