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Nuestra edición: Breve presentación.

Una colección de cuentos del autor apareció en 1913, con el título El espejo de la muerte. Novelas cortas (Madrid, Renacimiento), cuyo título fue invención de Gregorio Martínez Sierra, reeditado varias veces en Buenos Aires, Espasa-Calpe, colección Austral. Se trata de un conjunto de 27 relatos, entre ellos el que da título al libro. Con posterioridad se han recogido, junto a otros, en el volumen Relatos novelescos (1886-1932) que contiene treinta y dos textos, incluidos en el tomo II de Obras Completas, ordenación, prólogo y notas de Manuel García Blanco (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1951), los mismos de la edición del tomo V de O.C., De esto y de aquello (Afrodisio Aguado, Madrid, 1951) y con posterioridad en O.C. (Escelicer, Madrid, 1966-1971). Existe una interesante edición de Cuentos realizada por la profesora de Philadelphia Eleanor Krane Paucker (Madrid, Minotauro, 1961. Colección "Biblioteca Vasca", tomo IX, 1 y 2), que contiene sesenta y nueve relatos y, por último, la excelente edición del catedrático Ricardo Sanabre que presenta ochenta y tres cuentos en el estado actual de la cuestión (O.C. , II, Biblioteca Castro. Turner, 1995), algunos de ellos recuperados de la casa-museo Unamuno de Salamanca.

La casi totalidad de los relatos que integran nuestro volumen Cuentos de m í mismo apareció por vez primera en la prensa de la época, pues ya en 1905 el autor se muestra convencido de su poder difusor: "… es preciso hoy en España que el catedrático sea publicista…, lo cierto es que la prensa es hoy el verdadero campo de extensión universitaria; la prensa es hoy la verdadera universidad popular" (O.C, VII, p. 619). Al final de cada cuento, siempre que nos ha sido posible precisarlo, encontrará el lector la fecha y lugar de su primera publicación.

Mención especial merecen "Don Catalino, hombre sabio", firmado primeramente en el semanario madrileño La Esfera (1915), apartado "Artículos y crónicas", e incluido con posterioridad en Humorismo internacional, "Colección ideal" (Barcelona, 1931), en el que hay relatos de más de treinta autores españoles y extranjeros, así como "Y va de cuento…" seleccionado por Menéndez Pidal en Antolog í a de Cuentos de la literatura Universal (Barcelona, Labor, 1955, 3a edición). Algún otro, como "El desquite", figura en distintas Antologías especialmente dirigidas a un público juvenil.

Desde el primer relato, "Ver con los ojos", firmado cuando Unamuno tenía 22 años, hasta el último que se supone escribió, '"Al pie de una encina" (Ahora, Madrid, l-VIII-1934), el rector de Salamanca veía en el cuento una forma de diálogo directo con el lector, pues casi todos ellos tienen a aquél como protagonista. Nuestra selección ha consistido en espigar las veinte narraciones con mayor acopio de datos personales. El autor no deja de meterse físicamente en estas ficciones que resultan, a pesar de su forma, y a causa del empleo de la primera persona, autodiálogos. Así pretendemos acercarnos a la paradójica personalidad unamuniana, su concepto de la vida humana, su agonía y narcisismo. Son textos -como señala la profesora Paucker- "que le brotaron, como hijos de su carne y de su sangre, en cincuenta años de comercio con las musas". En vísperas de la conmemoración centenaria del 98, esta colección originalmente denominada Cuentos de m í mismo se reviste, por tanto, del mejor sentido de la oportunidad para leer la obra de uno de los integrantes más valiosos de esa generación. Y pasemos a presentar al lector, brevemente, estos relatos.

Con el seudónimo tan elocuente de Yo mismo publica don Miguel su primer cuento, "Ver con los ojos", que resulta una idealización de su noviazgo, concretamente la historia de un muchacho que pierde la alegría de vivir y se vuelve pesimista y amargado por culpa de sus lecturas filosóficas. Se salva cuando encuentra en Magdalena unos ojos para ver el mundo. Siempre elogió Unamuno los ojos de Concepción Lizárraga y su alegría. Como ya señalara Emilio Salcedo, uno de sus mejores biógrafos (Vida de Don Miguel, Salamanca, Anaya, 1964), son los ojos y la alegría de Magdalena (Concha) los protagonistas. El héroe, conquistado y curado por el amor, no puede ser otro que el mismo Unamuno, novio ya de quien más tarde había de ser su esposa Concha, "mi costumbre", como solía decir. Apreciamos un estilo bastante encorsetado en este primer cuento, con abundantes paradojas que tratan de sacudir la atención del lector. En la nota que encuentra la muchacha perteneciente al triste Juan se observan preocupaciones que ya inquietaban a don Miguel por esos años. Escrito dos años después de una crisis religiosa y a su regreso a Bilbao, vemos huellas de su propia juventud y tal vez de su vuelta, aunque no fuera duradera, a la fe sencilla. En el cuento parece burlarse de sí mismo, de su personalidad algo tétrica: "La vida es un monstruo que devora; sufre al sentirse devorada, y goza al devorar. Los placeres se olvidan, luego persisten los dolores amargando la vida". Efectivamente, rasgos de un intimismo que adornarán la obra posterior porque a Unamuno -como a Baroja y otros compañeros del novecientos- le importaban muy poco los géneros literarios, prestaba escaso respeto a los límites entre narración y cualquier otro tipo de creación.



En otro cuento temprano, "Las tijeras", dos viejos desahogan su bilis en los monólogos dialogados que sostienen en el café. Desde la cumbre de su soledad, miran la vida con desdén y gozan en maldecir de todo. Apenas saben nada uno del otro, pero no les importa porque lo que buscan en el contertulio es el eco de su alma. Unido a la idea de escisión de personalidad se halla la de lo hueco de ésta, la imposibilidad de conocer sus múltiples facetas, de saber cómo en verdad somos ni la idea que de nosotros tienen nuestros prójimos. El cuento, escribe Paucker, se relaciona con la novela corta Don Sandalio, de 1930, que a su vez tiene sus principios en un ensayo sobre El ajedrez de 1912. Carácter también embrionario de novela resulta "Solitaña" que tiene su origen en un juego de escuela. En el prólogo a De mi pa í s (Madrid, 1903) se habla de él como elemento que incorporó a Paz en la guerra, El protagonista de "Solitaña" es otro tipo de inocente, de infeliz, como Pedro Antonio de Paz en la guerra, prototipo del "hombre dormido en la carne", cuya conciencia apenas funciona, tan soterrada está bajo las capas de la costumbre, la vida rutinaria, la "niebla de las pequeñas menudencias de cada día". La casa se parece a la del mismo Unamuno tal como la describe en "Mi bochito", incluido en De mi pa í s. El tema del amor entronca con el de la vida intrahistórica del Unamuno contemplativo, esa intrahistoria que constituye la vida oscura, monótona e invulnerable, latente en las sombras; fluir de días y trabajos, sobre los cuales se construye la historia. El tema del pobre hombre que afronta con amor y resignación los avatares y desgracias es un motivo netamente noventayochista. Por eso termina así "Solitaña": "¡Bienaventurados los mansos!". También localizado en el País Vasco resulta "El desquite", escrito en tono coloquial y lúdico e inspirado, sin duda, en las correrías adolescentes del autor.

Los recuerdos de infancia se mezclan con preocupaciones y sentimientos del hombre maduro en los tres relatos siguientes: "La sangre de Aitor", "Chimbos y chimberos" y "San Miguel de Basauri en el arenal de Bilbao". Reflejan una imagen del paisaje natural y espiritual en que transcurrió la niñez de don Miguel. En estos años de la última década del siglo ya estaba escribiendo Paz en la guerra (1897), por lo que servirán de fondo, además, para su novela. El Unamuno contemplativo que busca el alma de lo español en el pueblo brilla con luz propia en estas tres piezas cortas.

En "El semejante" (1895), "Celestino el tonto" vuelca en un semejante enfermo, Pepe, el amor humano, amor humano de padre y madre. Varios críticos han observado en el personaje una prefiguración del Blasillo de San Manuel Bueno, m á rtir, cuya alma "lo abarcaba todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia". Aunque la torpeza e ineptitud mental apartan a Celestino de los hombres, su inocencia y candor le mantienen intrahistóricamente vinculado a la vida. Considera Harriet S. Stevens ("Los cuentos de Unamuno", cit.) la doble significación del título, que hace mención a Pepe, tonto como el protagonista, y también a la chispa de divinidad que los dos inocentes llevan dentro, brote de amor sentido tan natural y profundamente que les hace parecidos a Dios. El nombre de Celestino es ya simbólico: celeste, ángel, hijo del Creador. Todo se vuelve vivo al tocarlo la mano inocente del mentecato vagabundo: "Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescas sueños infantiles… ignorante de sí".

El gran tema de Unamuno, el afán de inmortalidad, queda expuesto en los cuentos "Sueño", "Una visita al viejo poeta", "Don Martín, o de la gloria" y "El abejorro". En "Sueño", don Hilario, empedernido lector que acaba por leer catálogos, acaricia la imagen del sueño pero entra en un profundo desasosiego pensando en "la nada, que le aterraba más que el infierno". "¡La nada!, estar cayendo por el vacío inmenso… no, no estar cayendo siquiera…", que muestran el pensamiento existencialista del su autor (F. Ayala, "El arte de novelar en Unamuno", citado). En "Una visita al viejo poeta" encontramos a un poeta que ha renunciado a la gloria literaria; un escritor que prefirió recrearse en la intimidad de su alma, buscando a Dios, a falsearse, a traicionarse. Diríamos -siguiendo a Sánchez Barbudo- que Unamuno se imagina a sí mismo en la situación en que se habría encontrado de haber hecho, a raíz de su crisis, lo que no hizo: haberse recluido en el convento, o al menos en su casa, ajeno a la ambición del literato: "No quiero inmolar mi alma en el nefando altar de mi fama, ¿para qué?". El poeta del relato vive en una como "jaula", en "un bosquecillo enjaulado". Si Unamuno estuvo realmente en 1897 tres días en un convento, podría afirmarse que recuerda el episodio y hasta el lugar. Vive el poeta en una de las "desiertas callejuelas que a la Colegiata ciñen" y allí va a visitarle un joven literato, al cual, hablando melancólicamente en un "pequeño jardinillo emparedado" le dice el viejo: "¡Si oyese usted como resuena… mi alma!". Y es que Unamuno hizo literatura de su dolor. En carta de 16 de agosto de 1899 a su amigo Jiménez Ilundáin (Hernán Benítez, El drama religioso de Unamuno, Buenos Aires, 1949), declara: "Estoy trabajando en dos artículos, uno para El Imparcial, y otro para La Ilustraci ó n Espa ñ ola y Americana. En uno de ellos, que es el relato de una supuesta visita al viejo poeta encerrado en su ciudad nativa, una ciudad dormida, quiero poner el alma y no s ó lo el pensamiento (Subrayado nuestro). El viejo poeta, como el autor hará más tarde, se enfrenta agónicamente a su sempiterno problema: "…No, no quiero que mi personalidad, eso que llaman personalidad los literatos, ahogue a mi persona…". Sabido es que para el rector de Salamanca la poesía y los poetas tienen importancia capital, siendo el poeta el único conocedor de la realidad, el único sabio posible gracias a su método irracional: poesía, locura o pasión. "El abejorro" también muestra algunos hilos característicos de su pensamiento. Creemos que el protagonista anónimo guarda relación con la infancia del escritor, momento en el que germina el carácter y se nace al sentimiento. El zumbador animalillo no le obsede por el recuerdo de la muerte asociado a su presencia, sino por cuanto tiene de memento acusatorio. Oscuramente vinculado a la conciencia paternal, se convierte en símbolo del Padre (con mayúscula), del Creador, a cuya voluntad debemos la vida, y la libertad para usar de ella. Don Miguel apenas conoció a su padre, que murió en 1870, cuando contaba seis años. Otro tanto ocurre en "Don Martín, o de la gloria" cuyo protagonista es un escritor consumido por el ansia de inmortalidad. No le interesa su existencia actual; sólo piensa en perdurar. Observa Stevens cómo el personaje también desprecia la imagen que de él fabricó la fama, lograda por obras llamadas a sobrevivir, en tanto el autor fatalmente perecerá. Don Martín, como muchas criaturas unamunianas, padece la angustia existencial heredada de su creador; es causa de ella la convicción de que el hombre nace para morir, surgiendo de la nada para desembocar en la nada y sintiendo la vida como paréntesis sin trascendencia.