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– ¿Qué es eso? -le pregunté.
– Una de esas botellas con agua dispuestas para cazar moscas. Las pobres tratan de salvarse, y como para ello no hay más remedio que encaramarse sobre otras y así navegar sobre un cadáver en aquellas estancadas aguas de muerte, es una lucha feroz a cuál se sobrepone a las demás. Lo que menos piensan es en hundir a la otra, sino en sobrenadar ellas. Y así es la lucha por la fama mil veces más terrible que la lucha por el pan.
– Y así es -añadí- la lucha por la vida. Darwin…
– ¿Darwin? -me atajó-. ¿Conoce usted el libro Problemas biol ó gicos, de Rolph?
– No.
– Pues léalo usted. Léalo y verá que no es el crecimiento y la multiplicación de los seres lo que les pide más alimento y les lleva, para conseguirlo, a lucha así sino que es una tendencia a más alimento cada vez, a excederse, a sobrepasar de lo necesario, lo que les hace crecer y multiplicarse. No es instinto de conservación lo que nos mueve a obrar, sino instinto de invasión; no tiramos a mantenernos, sino a ser más, a serlo todo. Es, sirviéndome de una fuerte expresión del Padre Alfonso Rodríguez, el gran clásico, "apetito de divinidad". Sí, apetito de divinidad. "¡Seréis como dioses!"; así tentó, dicen, el demonio a nuestros primeros padres. El que no sienta ansias de ser más, llegará a no ser nada. ¡O todo o nada! Hay un profundo sentido en esto. Díganos lo que nos dijere la razón, esa gran mentirosa que ha inventado, para consuelo de los fracasados, lo del justo medio, la á urea mediocritas, el "ni envidiado ni envidioso" y otras simplezas por el estilo; diga lo que dijere la razón, la gran alcahueta, nuestras entrañas espirituales, eso que llaman ahora el Inconsciente (con letra mayúscula) nos dice que para no llegar, más tarde o más temprano, a ser nada, el camino más derecho es esforzarse por serlo todo.
– La lucha por la vida, por la sobre-vida más bien, es ofensiva y no defensiva; en esto acierta Rolph. Yo, amigo, no me defiendo, no me defiendo jamás; ataco. No quiero escudo, que me embaraza y estorba; no quiero más que espada. Prefiero dar cincuenta golpes y recibir diez, a no dar más que diez y no recibir ninguno. Atacar, atacar, y nada de defenderse. Que digan de mí lo que quieran; no lo oiré, no me entero de ello, cierro los oídos, y si a éstos, a pesar de mis precauciones para no oírlo, me llega lo que dicen, no lo contesto. Si nos dieran siglos por delante, antes les convencería yo a ellos mismos de que son tontos, y vea si es esto difícil, que ellos a mí de que estoy loco o de que soy soberbio.
– Pues -me atajó-, tiene sus quiebras, y sobre todo un gran peligro, y es que el día en que me flaquee el brazo, o la espada me quede mellada, aquel día me pisotean, me arrastran y me hacen polvo. Pero antes se saldrán con la suya: me volverán loco.
Entercóse en proseguir con sus relatos, relatos tan fuera de lo que aquí, en España, es corriente, y a la vez en no salir del género tan razonable de vida que llevaba. La clientela se fue alejando; llegó la penuria a llamar a las puertas de su casa, y, para colmo de males, ni encontraba revistas o diarios que admitieran sus trabajos, ni su nombre ganaba terreno en la república de las letras. Y todo ello concluyó en que unos cuantos amigos suyos tuvimos que hacernos cargo de su mujer y sus hijas y llevarle a él a una casa de salud, porque su agresividad de palabra iba en aumento.
Recuerdo como si fuera ayer, la primera vez que le visité en la casa de salud en que fue recluido. El director, el doctor Atienza, había sido condiscípulo del doctor Montarco y le profesaba gran cariño.
– Ahí está -me dijo-, estos días más tranquilo y encalmado que al principio. Lee algo, muy poco, porque estimo contraproducente el privarle en absoluto de lectura. Lo que más lee es el Quijote, y si usted coge su ejemplar y lo abre al acaso, es casi seguro que se abrirá por el capítulo XXXII de la parte II, en el que se trata de la respuesta que dio Don Quijote a su reprensor, aquel grave eclesiástico que en la mesa de los Duques reprendió duramente al caballero andante. Vamos a verle, si usted quiere.
Y fuimos.
– Me alegro de que venga usted a verme -exclamó así que me hubo visto, y levantando la vista del Quijote-; me alegro. Estaba pensando si, a pesar de lo que nos dice Cristo, según el versillo veintidós del capítulo quinto de San Mateo, estamos o no autorizados a emplear el arma prohibida.
– ¿Y cuál es el arma prohibida? -le pregunté.
– "Quien llamare tonto, a su hermano, es reo del fuego eterno". ¡Vean, vean qué sentencia tan terrible! No dice quien le llama asesino, o ladrón, o bandido, o estafador, o cobarde, o hijo de mala madre, o cabrón, o liberal, no; sino quien le llame "tonto". Esa, esa es el arma prohibida. Todo se puede poner en duda menos el ingenio, la agudeza o el buen juicio ajenos. ¿Y cuándo le da al hombre por presumir de algo? Papas ha habido que se tenían por latinistas y que se hubieran ofendido menos de que se les tuviera por herejes que de haberles acusado de incurrir en solecismos al escribir latín, y hay graves cardenales que más puntillo ponen en pasar por castizos que en ser tenidos por buenos cristianos, y para quienes la ortodoxia no es más que una mera consecuencia de la casticidad. ¡El arma prohibida! ¡El arma prohibida! Vean la comedia política; se acusan los actores de las cosas más feas, se inculpan embozadamente de graves faltas; pero cuidan de llamarse elocuentes, hábiles, intencionados, talentudos… "Quien llamare tonto a su hermano, es reo del fuego eterno". Y, sin embargo, ¿saben por qué no avanza el progreso?
– Porque tiene que llevar a cuestas la tradición -me aventuré a decirle.
– No, no, sino porque es imposible convencerles a los tontos de que lo son. El día en que los tontos, que son todos los hombres, se convenciesen de verdad de que lo son, el progreso tocaría a su término. El hombre nace tonto… Pero quien llame tonto a su hermano es reo del fuego eterno. Y reo de él se hizo aquel grave eclesiástico "destos que gobiernan las casas de los príncipes; destos que como no nacen príncipes no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza se mida con la estrechez de sus ánimos; destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables…"
– ¿Lo ve usted? -me dijo por lo bajo el doctor Atienza-; se sabe de memoria los capítulos treinta y uno y treinta y dos de la parte segunda de nuestro libro.
– Reo del infierno se hizo, digo -continuó el pobre loco-, aquel grave religioso que con los Duques salió a recibir a Don Quijote y con él se sentó a la mesa, frontero a él, a hacer por la vida; y luego, lleno de saña, de envidia, de estupidez, de todas las bajas pasiones cubiertas con capa de sensatez y buen juicio, amenazó al Duque con que tenía que dar cuenta a nuestro Señor de lo que hacía aquel buen hombre… Llamó buen hombre a Don Quijote, el muy majadero y grave eclesiástico, y luego le llamó Don Tonto. ¡Don Tonto! ¡Don Tonto! ¡Don Tonto! ¡Don Tonto al más grande loco que vieron los siglos! ¡Reo del fuego eterno! Y en el infierno está.
– Acaso no sea más que en el purgatorio, porque la misericordia de Dios es infinita -me atreví a decir.
– Pero la falta del grave eclesiástico, que es España y nada más que España, es enorme, enormísima. Aquel grave señor, genuina encarnación de la parte de nuestro pueblo que se cree culta; aquel insoportable dómine, después de levantarse mohíno de la mesa y llamarle sandio a su señor, al que le daba de comer, creo que por no hacer nada de provecho, y de decir aquello de "mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras; quédese vuestra excelencia con ellos, que en tanto que estuvieren en casa me estaré yo en la mía y me excusaré de reprender lo que no puedo remediar"; después de decir esto, y "sin decir más ni comer, se fue". Se fue, pero no del todo, sino que anda por ahí dando y quitando patentes de sensatez y cordura… ¡Es terrible! ¡Es terrible! En público le llaman a Don Quijote "loco sublime" y otra porción de cosas así que han oído; pero en el retiro de su corazón, y a solas, le llaman Don Tonto. Ya ve usted: Don Quijote, que por irse tras un imperio, el imperio de la fama, dejó a Sancho Panza el gobierno de la ínsula. ¡Don Quijote! ¿Y qué fue ese pobre Don Tonto? ¡Ni siquiera ministro! Y después de todo, ¿para qué crió Dios el mundo? Para su gloria, dicen; para manifestar su gloria. ¿Y hemos de ser nosotros menos?… ¡Soberbia! ¡Soberbia! ¡Satánica soberbia!, claman los impotentes. Vengan, vengan acá, vengan todos esos graves señores infectados de sentido común…
– Vámonos -me dijo por lo bajo el doctor Atienza-, porque se exalta.
Con una excusa cortamos la entrevista y me despedí de mi pobre amigo.
– Le han vuelto loco -me dijo el doctor Atienza, así que nos vimos solos-; le han vuelto loco a uno de los hombres más cuerdos y cabales que he conocido.
– ¿Cómo así? -le pregunté.
La mayor diferencia entre los locos y los cuerdos -me contestó- es que éstos, aunque piensan locuras, a no ser que sean tontos de remate, porque entonces no las piensan; aunque las piensan, digo, ni las dicen ni menos las hacen; mientras que aquéllos, los que llamamos locos, carecen del poder de inhibición, no son capaces de contenerse. ¿A quién, como no llegue su falta de imaginación a punto de imbecilidad, no se le ha ocurrido alguna vez una locura? Ha sabido contenerse. Y si no lo sabe, o da en loco o en genio, mayor o menor, según la locura sea. Es muy cómodo hablar de ilusiones; pero créame usted que una ilusión que resulte práctica, que nos lleve a un acto que tienda a conservar o acrecentar o intensificar la vida, es una impresión tan verdadera como la que pueda comprobar más escrupulosamente todos los aparatos científicos que se inventen. Ese necesario repuesto de locura, llamémosla así, indispensable para que haya progreso; ese desequilibrio sin el cual llegaría pronto el mundo espiritual a absoluto reposo, es decir, a muerte, eso hay que emplearlo de un modo o de otro. Este pobre doctor Montarco lo empleaba en sus fantásticos relatos, en sus cuentos y fantasías, y así se libraba de ello y podía llevar la vida tan ordenada y tan sensata que llevaba. Y realmente aquellos relatos…
– ¡Ah! -le atajé-. Son profundamente sugestivos; están llenos de sorprendentes puntos de vista. Yo los leo y releo, porque nada aborrezco más que el que me vengan diciendo lo mismo que pienso. Leo de continuo aquellos cuentos sin descripciones ni moraleja. Me propongo escribir un estudio sobre ellos, y abrigo la esperanza de que una vez se le ponga al público sobre la pista, acabará por ver en ellos lo que hoy no ve. El público ni es tan torpe ni tan desdeñoso como creemos; lo que hay es que quiere que le den las cosas mascadas, ensalivadas y hechas bolo deglutible para no tener más que tragar; cada cual harto tiene con ganarse la vida, y no puede distraer tiempo en rumiar un pasto que le sabe áspero cuando se lo mete en la boca. Pero los comentaristas sacan a flote a escritores así, como el doctor Montarco, en quien sólo se leía la letra y no el espíritu.