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– ¡Aquí viene! ¡Aquí viene!
Matrolo corrió a dejar la servilleta y tomar la escopeta; se volvió y vio un tropel de gente que se acercaba.
– ¡Aquí está el rey de las selvas! -dijo Pachi con seriedad.
Con boina encarnada, de la que colgaba borla de esparto; con banda azul, de rico percal, con borlas; con una placa de papel que le cubría el pecho; con art í stica espada de arrogante pino, ben é vola en los combates, como dice un cronicón coetáneo, venía, caballero sobre un rucio, a tambor batiente, llevando en la espalda un papel de trapo que decía: "Entrada del rey Chapa en Guernica".
Le seguía la guardia real: chicuelos, armados de palos, que le vitoreaban. Deteníase él, de cuando en cuando, para decirles:
– Guerreros, esta noche dormiréis en Bilbao.
Agregáronse a la comitiva los enanos y los gigantones.
Pasaban entonces en artolas dos ricos aldeanos, marido y mujer, representados con propiedad. Bajó el marido a besar la mano a Su Majestad.
Matrolo se sintió niño. Recordó los días en que, poniéndose un alfiler en la gorra, a guisa de pararrayos, corría delante del enano, gritándole: ¡ Caransuelito! Y, con su escopeta al hombro, se agregó a la comitiva.
Pasaron la batería de la Muerte, fueron a la taberna de la Sandeja y se colocaron en batalla frente al blocaus de San Augustín, mientras Pachico el Gordo les miraba sonriendo.
– ¡Allí están los jebos!
Desde Archanda, un grupo de hombres contemplaba la fiesta. Europa, representada en don Terencio y doña Tomasa, les miró asombrada; Asia y África les volvieron las espaldas.
Entonces se mezcló al regocijado clamoreo de la fiesta el ronquido del cañón, que, desde San Augustín, enviaba peladillas a los mirones. El eco de los cañonazos se disipó, como golpes de bombo en regocijado bailable, en el murmullo que brotaba del retozo de la muchedumbre. El Arenal parecía vivo, y resonante el polvo de la fiesta, que parecía destilar sobre los corazones el bálsamo del descuido.
Matrolo no sabía dónde acudir; quería estar en todas partes, mezclar su voz a todos los rumores de la fiesta, difundirse en el ambiente. El contento que le envolvía llevaba a su corazón este melancólico pensamiento:
– ¡Qué mal está el que no tiene novia!
Junto a los impávidos gigantones, rodeados de chiquillos, circulaba la gente, bailaban a la música, se oían sansos, chirchir de guisos, sonsonete de ciegos…
De pronto, resonó sobre el alegre rumor de la fiesta la corneta de llamada. Por un momento se calmó el runrún, como el bramido del mar que cesa, mientras avanza por la altura la encanecida ola, para deshacerse en blanco polvo, rebramando contra la costa.
Matrolo echó a correr; Bederachi le siguió. Llegaron a sus casas, dejaron las escopetas y los perrilleros, cogieron los fusiles y las gorritas de higo, recordaron los tiempos duros en que estaban y, llevando en el alma el uno el soplo fresco de la romería, la mirada de Pepita el otro, se fueron a sus guardias.
¿Y el de la borla de esparto?
El cronicón de donde he sacado los datos, acaba su descripción diciendo:
"No comprendiendo, sin duda, su majestad mandilona que el buen ejemplo debe dimanar siempre de quien en lo más alto se ve encumbrado, olvidándose acaso de su elevado rango, se atreve a cometer serios desmanes que le obligan a retirarse quizá antes de tiempo, contra su omnímoda soberana voluntad, al regio alcázar hábilmente designado con el significativo nombre de La Perrera".
Ya de noche, se arrastraban los últimos ecos de la romería; recorrían las calles grupos, y se oían voces que se alejaban cantando:
Así celebró Bilbao en su Arenal la romería de San Miguel de Basauri el 29 de septiembre de 1873.
¡Tiempos aquellos en que en el continuo vaivén de los sucesos, en la incertidumbre del mañana, despegadas las voluntades del amodorrador cuidado y flotando sus raíces como en el mar las algas, traía la villa a su seno el aire de los campos y recogía el soplo de la infancia animosa de los pueblos.
(Leído en la Sociedad El Sitio, l-V-1892, y publicado en mayo de 1892 en El Nervi ó n)