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– Tu Elena es… la culpable en gran parte de la situación en que ahora te encuentras. Ella te hizo conocer á Fontenoy, ¿No es así?… Por ella firmaste documentos que representan tu deshonra profesional.
Federico bajó la cabeza; pero el otro todavía quiso insistir en su agresividad.
– ¿Cómo conoció tu mujer á Fontenoy?… Me has dicho que era amigo antiguo de su familia… y eso es todo lo que sabes.
Aún se contuvo un momento, pero su cólera le empujó, pudiendo más que su prudencia, que le aconsejaba callar.
– Las mujeres conocen siempre nuestra historia, y nosotros sólo sabemos de ellas lo que quieren contarnos.
El marqués hizo un gesto como si se esforzase por comprender el sentido de tales palabras.
– Ignoro lo que quieres decir – dijo con voz sombría – ;
pero piensa que hablas de mi mujer. No olvides que lleva mi nombre. ¡Y yo la amo tanto!…
Después quedaron los dos en silencio. Según transcurrían los minutos parecía agrandarse la separación entre ambos. Robledo creyó conveniente hablar para el restablecimiento de su amistosa cordialidad.
– Allá, la vida es dura, y sólo se conocen de muy lejos las comodidades de la civilización. Pero el desierto parece dar un baño de energía, que purifica y transforma á los hombres fugitivos del viejo mundo, preparándolos para una nueva existencia. Encontrarás en aquel país náufragos de todas las catástrofes, que han llegado lo mismo que los que se salvan nadando, hasta poner el pie en una isla bienaventurada. Todas las diferencias de nacionalidad, de casta y de nacimiento desaparecen. Allá sólo hay hombres. La tierra donde yo vivo es… la tierra de todos.
Como Torrebianca permanecía impasible, creyó oportuno recordarle otra vez su situación.
– Aquí te aguardan la deshonra y la cárcel, ó lo que es peor, la estúpida solución de matarte. Allá, conocerás de nuevo la esperanza, que es lo más precioso de nuestra existencia… ¿Vienes?
El marqués salió de su estupefacción, iniciando el esperado movimiento afirmativo; pero Robledo le contuvo con un ademán para que esperase, y añadió enérgicamente:
– Ya sabes mis condiciones. Allá hay que ir como á la guerra: con pocos bagajes; y una mujer es el más pesado de los estorbos en expediciones de este género… Tu esposa no va á morir de pena porque tú la dejes en Europa. Os escribiréis como novios; una ausencia larga reanima el amor. Además, puedes enviarla dinero para el sostenimiento de su vida. De todos modos, harás por ella mucho más que si te matas ó te dejas llevar á la cárcel… ¿Quieres venir?
Quedó pensativo Torrebianca largo rato. Después se levantó é hizo una seña á Robledo para que esperase, saliendo de la biblioteca.
No permaneció mucho tiempo solo el español. Le pareció oir muy lejos, como apagadas por las colgaduras y los tabiques, voces que casi eran gritos. Luego sonaron pasos más próximos, se levantó violentamente un cortinaje y entró Elena en la biblioteca seguida de su esposo.
Era una Elena transformada también por los acontecimientos. Robledo creyó que para ella las horas habían sido igualmente largas como años. Parecía más vieja, pero no por eso dejaba de ser hermosa. Su belleza ajada era más sincera que la de los días risueños. Tenía el melancólico atractivo de un ramo de flores que empiezan á marchitarse. Habían transcurrido veinticuatro horas sin que pudiera ella dedicarse á los cuidados de su cuerpo, y se hallaba además bajo la influencia de incesantes emociones, unas dolorosas y otras irritantes para su amor propio. Más que en la suerte de su marido, pensaba en lo que estarían diciendo á aquellas horas las numerosas amigas que tenía en París.
Arrojó violentamente á sus espaldas el cortinaje, y fué avanzando por la biblioteca como una invasión arrolladora. Sus ojos parecieron desafiar á Robledo.
– ¿Qué es lo que me cuenta Federico? – dijo con voz áspera. – ¿Quiere usted llevárselo y que deje abandonada á su mujer entre tantos enemigos?…
Torrebianca, que al marchar detrás de ella sentía de nuevo su poder de dominación, creyó del caso protestar para convencerla de su fidelidad.
– Yo no te abandonaré nunca… Se lo he dicho á Manuel varias veces.
Pero Elena no lo escuchaba, y continuó avanzando hacia Robledo.
– ¡Y yo que le tenía á usted por un amigo seguro!… ¡Mal sujeto! ¡Querer arrebatar á una mujer el apoyo de su esposo, dejándola sola!…
Al hablar miraba fijamente los ojos del español, como si pretendiese contemplarse en ellos. Pero debió ver tales cosas en estas pupilas, que su voz se hizo más suave, y hasta acabó por fingir un mohín infantil de disgusto, amenazando al hombre con un dedo. El colonizador permaneció impasible, encontrando, sin duda, inoportunas estas gracias pueriles, y Elena tuvo que continuar hablando con gravedad.
– A ver explíquese usted. Dígame cuáles son sus planes para sacar á mi marido de aquí, llevándolo á esas tierras lejanas donde vive usted como un señor feudal.
Insensible á la voz y á los ojos de ella, habló Robledo fríamente, lo mismo que si expusiese un trabajo de ingeniería.
Había discurrido, mientras conversaba con Federico, la manera de sacarlo de París. Buscaría al día siguiente un automóvil para él, como si se le hubiese ocurrido de pronto emprender un viaje á España. Era oportuno tomar precauciones. Torrebianca aún estaba libre, pero bien podía ser que lo vigilase preventivamente la policía mientras el juez estudiaba su culpabilidad. Aunque la frontera de España estaba lejos, la pasarían antes de que la Justicia hubiese lanzado una orden de prisión. Además, él tenía amigos en la misma frontera, que les ayudarían en caso de peligro para que pudiesen llegar los dos á Barcelona, y una vez en este puerto era fácil encontrar pasaje para la América del Sur.
Elena le escuchó frunciendo su entrecejo y moviendo la cabeza.
– Todo está bien pensado – dijo – ; pero en ese plan, ¿por qué ha de incluir usted solamente á mi esposo? ¿Por qué no puedo marcharme yo también con ustedes?
Torrebianca quedó sorprendido por la proposición. Horas antes, al volver Elena á casa, había mostrado una gran confianza en el porvenir para animar á su marido y tal vez para engañarse á sí misma. Venía de visitar á hombres que conocía de larga fecha y de recoger grandes promesas, dadas con la galantería melancólica y protectora que inspiran los recuerdos lejanos de amor. Como no veía otro remedio á su situación que estas palabras, había necesitado creer en ellas, forjándose ilusiones sobre su eficacia; pero ahora, al conocer el plan de Robledo, todo su optimismo acababa de derrumbarse.
Las promesas de sus amistades no eran mas que dulces mentiras; nadie haría nada por ellos al verlos en la desgracia; la Justicia seguiría su curso. Su marido iría á la cárcel, y ella tendría que empezar otra vez… ¡otra vez! en un mundo extremadamente viejo, donde le era difícil encontrar un rincón que no hubiese conocido antes… Además, ¡tantas amigas deseosas de vengarse!…
Robledo vió pasar por sus ojos una expresión completamente nueva. Era de miedo: el miedo del animal acosado. Por primera vez percibió en la voz de Elena un acento de verdad.
– Usted es el único, Manuel, que ve claramente nuestra situación; el único que puede salvarnos… Pero lléveme á mí también. No tengo fuerzas para quedarme… Primero mendigar en un mundo nuevo.
Y había tal tristeza y tal mansedumbre en esta súplica, que el español la compadeció, olvidando todo lo que pensaba contra ella momentos antes.
Torrebianca, como si adivinase la repentina flaqueza de su amigo, dijo enérgicamente:
– O te sigo con ella, ó me quedo á su lado, sin miedo á lo que ocurra.
Aún dudó Robledo unos momentos; pero al fin hizo con su cabeza un gesto de aceptación. Inmediatamente se arrepintió, como si acabase de aprobar algo que le parecía absurdo.
Empezó á reir Elena, olvidando con una facilidad asombrosa las angustias del presente.