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Al pasar junto á Robledo le saludó con la cabeza, haciendo asomar á su rostro la sonrisa de bondad protectora habitual en él; pero esta sonrisa se desvaneció inmediatamente.

Los dos hombres habían cruzado sus miradas, y Fontenoy vió de pronto en los ojos del otro algo que le hizo retirar el antifaz de su sonrisa. Parecía que hubiese encontrado en las pupilas del español un reflejo de su propio interior.

Tuvo el presentimiento Robledo de que se acordaría siempre de esta mirada rápida. Apenas se conocían los dos, y sin embargo hubo en los ojos de este hombre una expresión de abandono fraternal, como si le librase toda su alma durante un segundo.

Vió al poco rato cómo Elena se dirigía también disimuladamente hacia el gabinete, y sintió una curiosidad vergonzosa. Él no tenía derecho á entrometerse en los asuntos de estas dos personas. Pero al mismo tiempo, le era imposible desinteresarse del suceso extraordinario que se estaba preparando en aquellos momentos, y que su instinto le hacía presentir.

Este hombre había necesitado hablar á Elena con una urgencia angustiosa; sólo así era explicable que se decidiese á buscarla en casa de la condesa Titonius, ¿Qué estarían diciéndose?…

Se atrevió á pasar, fingiendo distracción, ante la puerta del gabinete. Ella y Fontenoy hablaban de pie, con el rostro impasible y muy erguidos. Sus labios se movían apenas, como si temieran dejar adivinar en sus contracciones las palabras deslizadas suavemente.

Robledo se arrepintió de su curiosidad al ver la rápida mirada que le dirigía Fontenoy, mientras continuaba hablando á Elena, puesta de espaldas á la puerta.

Esta mirada volvió á emocionarle como la otra. El hombre que se la dirigía estaba tal vez en el momento más crítico de su existencia. Hasta creyó ver en sus ojos una reconvención. «¿Por qué te intereso, si nada puedes hacer por mí?…»

No se atrevió á pasar otra vez ante la puerta. Pero obedeciendo á una fuerza obscura más potente que su voluntad, se mantuvo cerca de ella, aparentando distracción y aguzando el oído. Reconocía que su conducta era incorrecta. Estaba procediendo como cualquiera de aquellos murmuradores á los que había escuchado por casualidad. Sin duda, el ambiente de esta casa empezaba á influir en él…

Era difícil enterarse de lo que decían las dos personas al otro lado de la puerta abierta. Además, los invitados habían empezado á bailar en los salones y el pianista golpeaba rudamente el teclado.

Unas palabras confusas llegaron hasta él. La pareja del gabinete levantaba el tono de su conversación á causa del ruido. Tal vez las emociones de su diálogo les hacían olvidar también toda reserva.

Reconoció la voz de Fontenoy.

– ¿Para qué frases dramáticas?… Tú no eres capaz de eso. Yo soy el que se irá… En ciertos momentos es lo único que puede hacerse.

La música y el ruido del baile volvieron á obstruir sus oídos. Pero todavía, al humanizar el pianista por unos instantes su tempestuoso tecleo, pudo escuchar otra voz. Ahora era Elena la que hablaba, lejos, ¡muy lejos! con un tono de inmenso desaliento:

– Tal vez tienes razón. ¡Ay, el dinero!… Para los que sabemos lo que puede dar de sí, ¡qué horrorosa la vida sin él!…

No quiso oir más. La vergüenza de su espionaje acabó por vencer á la malsana curiosidad que le había dominado durante unos momentos. Debía respetar el secreto que hacía buscarse á estas dos personas. Presintió además que el tal misterio iba á ser de corta duración. Tal vez durase lo que la noche.

Cuando volvió á la pieza donde estaba el buffet, vió á su amigo Federico que seguía conversando con el mismo personaje: un señor ya viejo, con la roseta de la Legión de Honor en una solapa y el aspecto de un alto funcionario retirado.

Ahora era éste el que hablaba, después que Torrebianca hubo terminado la explicación de los grandes negocios de Fontenoy.



– Yo no dudo de la honradez de su amigo, pero me abstendría de colocar dinero en sus negocios. Me parece un hombre audaz, que sitúa sus empresas demasiado lejos. Todo marchará bien mientras los accionistas tengan fe en él. Pero, según parece, empiezan á no tenerla; y el día que exijan realidades y no esperanzas, el día que Fontenoy tenga que presentar con claridad la verdadera situación de sus negocios… entonces…

CAPÍTULO IV

Robledo se levantó muy tarde; pero aún pudo admirar el suave esplendor de un día primaveral en pleno invierno. Una neblina ligera saturada de sol extendía su toldo de oro sobre París.

– Da gusto vivir – pensó al abandonar su hotel después de haber almorzado rápidamente en un comedor donde sólo quedaban los criados.

Paseó toda la tarde por el Bosque de Bolonia, y poco antes del ocaso volvió á los bulevares. Se proponía comer en un restorán, buscando luego á los Torrebianca para pasar juntos una parte de la noche en cualquier lugar de diversión.

Estando en la terraza de un café compró un diario, y antes de abrirlo presintió que este papel recién impreso guardaba algo que podía sorprenderle. Tuvo el obscuro aviso de que iba á conocer cosas hasta entonces envueltas en el misterio… Y en el mismo instante sus ojos tropezaron con un título de la primera página: «Suicidio de un banquero.»

Antes de leer el nombre del suicida estaba seguro de Conocerlo. No podía ser otro que Fontenoy. Por eso no experimentó sorpresa alguna mientras continuaba su lectura. Los detalles del suicidio le parecieron sucesos naturales y ordinarios, como si alguien se los hubiese revelado previamente.

Fontenoy había sido encontrado en su lujosa vivienda ten-dido en la cama y guardando todavía en la diestra el revólver con que se había dado muerte.

Desde el día anterior circulaba por los centros financieros la noticia de su quiebra en condiciones tales que iba á atraer la intervención de la Justicia. Sus accionistas le acusaban de estafa, y el juez se proponía registrar al día siguienta su conta-bilidad, lo que hacía esperar á muchos una prisión inmediata del banquero.

El colonizador leyó por dos veces el final del artículo:

«La muerte de esta hombre deja visible el engaño en que vivían los que le confiaron su dinero. Sus empresas mineras é industriales en Asia y en África son casi ilusorias. Están todavía en los comienzos de un posible desarrollo, y sin embargo, él las presentó al público como negocios en plena prosperidad. Era un hombre que, según afirman algunos, tuvo más de iluso que de criminal; pero esto no impide que haya arruinado á muchas gentes. Además, parece que invirtió una parte considerable del dinero de sus accionistas en gastos particulares. Su tremenda responsabilidad alcanzará indudablemente á los que han colaborado con él en la dirección de estas empresas engañosas.»

«A última hora se habla de la probable prisión de algunos personajes conocidos que trabajaron á las órdenes del banquero.»

Cesó de pensar en el suicida para ocuparse únicamente de su amigo. «¡Pobre Federico! ¿Qué va á ser de él?…» Y tomó inmediatamente un automóvil para que le llevase á la avenida Henri Martin.

El ayuda de cámara de Torrebianca le recibió con un rostro de fúnebre tristeza, como si hubiese muerto alguien en la casa. El marqués había salido á mediodía, así que supo por teléfono la noticia del suicidio, y aún estaba ausente.

– La señora marquesa – continuó el criado – está enferma, y no quiere recibir á nadie.

Robledo, escuchándole, pudo darse cuenta del efecto que había producido en aquella casa la muerte del banquero. La disciplina glacial y solemne de estos servidores ya no existía. Mostraban el aspecto azorado de una tripulación que presiente la llegada de la tormenta capaz de tragarse su buque. Robledo oyó pasos discretos detrás de los cortinajes, con acompañamiento de susurros, y vió cómo se levantaban aquéllos levemente, dejando asomar ojos curiosos.

Sin duda, en las inmediaciones de la cocina se había hablado mucho de la posibilidad de ciertas visitas, y cada vez que llegaba alguien á la casa temían todos que fuese la policía. El chófer preguntaba con sorda cólera á sus compañeros: